En la línea de películas sobre “la primera mujer que…” , engrosada en estos últimos años con La batalla de los sexos (2017) o Yo, Tonya (2017), sobre el mundo del tenis y el patinaje artístico respectivamente, La número uno es un thriller francés sobre el mundo empresarial protagonizado por una mujer, Emmanuelle Blachey (Emmanuelle Devos), a la que después de alcanzar un éxito relativo en el mundo de los negocios le ofrecen ser la primera mujer CEO de una de las 40 corporaciones más importantes del país. Madura, plena de seguridad pero desprovista de la soberbia con que se manejan sus pares varones, Emmanuelle tiene una familia (hija en edad de primaria, hijo adolescente y marido) a la que ve poco, y muchas veces al llegar por la noche de la oficina la recibe la niñera en una casa donde lxs hijxs ya duermen. También tiene un padre que está internado y al que ella visita cada vez que puede; de este modo, la directora y guionista Tonie Marshall arma un contrapunto interesante entre el mundo empresarial y el del cuidado, con un personaje femenino que trata de hacer pie entre todos esos ámbitos y mayormente lo logra.
Pero si bien está en la junta directiva de una empresa de energía importante, Emmanuelle experimenta punto por punto las desventajas de llevar tacos y polleras: en una reunión de directorio, sus colegas varones le hacen el vacío después de una exposición, y su jefe pronto le hará saber, a pesar de que ella tiene ambiciones y capacidad para ascender en su trabajo (por ejemplo, habla chino mandarín y tiene un trato con los inversores de ese origen que es fundamental para la empresa), que el famoso “techo de cristal” es bien concreto y a ella, haciendo el doble de méritos que los varones, le permitirán recoger la mitad de los beneficios. Por eso Emmanuelle se mete de cabeza en una especie de madriguera de conejo que le abre la película: una agrupación de mujeres feministas del mundo empresarial la convoca para postularla como CEO de Althea, una empresa de agua dependiente del estado. Esta especie de Liga de las mujeres extraordinarias, comandada por Adrienne Postel-Devaux (Francine Bergé) parece una logia feminista surgida ante el simple hecho de que sin alianzas entre ellas, las mujeres no parecen tener muchas chances de llegar a posiciones de poder en un mundo comandado por varones machistas.
Al principio Emmanuelle se niega a jugar, como ella dice, “la carta femenina”, y con esto se plantea una de las preguntas fundamentales de ese adentro-afuera del feminismo -en cualquiera de sus versiones- que se juega hoy para la mayoría de las mujeres en tantos ámbitos: ¿es más eficaz, por no hablar de más solidario o políticamente válido, hacer pesar el género a la hora de disputar lugares de poder o reclamar más espacios? ¿O cada una debe más bien hacer su propia carrera, por sus propios méritos? La número uno no tiene dudas al respecto, y a Emmanuelle esas dudas se le despejan bastante rápido. Porque después de todo, y esto es lo que la película intenta mostrar, a veces con insistencia, ella en tanto mujer se mueve por el mundo con una especie de fantasma que la sigue de cerca: su condición de género, de la que no puede despegarse ni aunque quiera porque los varones con los que se codea le marcarán mil veces la diferencia. La número uno está totalmente al día con sus planteos sobre género y se nutre de varias de las conversaciones que tuvieron y tienen lugar en el espacio público en los últimos años. Sin embargo, su voluntad de llamar la atención una y otra vez sobre estos temas hace de la película algo así como un soporte para demostrar ciertas ideas antes que una historia que valga por sí misma, sobre todo porque en este relato triunfal, al parecer, lo que subyace es cierta idea inspiracional del cine: no se trata tanto de abrir un problema en toda su complejidad a través de una historia atrapante sino, o además, de ofrecer una lección muy clara. Y no es tan seguro que las mujeres queramos más lecciones.