La pregunta que surge apenas inician los créditos finales es qué necesidad había, por qué intentar desapolillar a un personaje que nació apolillado como Johnny English, creado hace quince años para aprovechar el éxito televisivo de la saga Mr. Bean poniendo a su protagonista, el comediante Rowan Atkinson, en la piel de un agente secreto. Aquello no era nuevo cuando debutó en la pantalla grande (Johnny English, 2003) ni cuando se filmó la secuela (Johnny English recargado, 2011), ni mucho menos ahora, pues las parodias cómicas de James Bond son tan viejas como el agente bebedor de Martinis agitados, no revueltos. Debe reconocérsele a la conciencia de su condición avejentada, haciendo de esa vejez el componente fundamental de un relato que marca el enésimo enfrentamiento entre lo digital y lo analógico, entre la modernidad hi-tech del siglo XXI y la vieja escuela de lo manual. Su humor también es propio de otros tiempos, con la blancura, la inocencia y la ausencia de doble sentido como nortes éticos inquebrantables.
Película, personaje y humor son rabiosamente demodés. Y todos lo saben. Esta tercera entrega tiene a English dedicado a la docencia cuando un hackeo al sistema informático del servicio secreto británico saca a la luz la identidad de todos los agentes en servicio apenas una semana antes de una reunión de importantes dirigentes políticos de los países más poderosos del mundo en Londres. La mala nueva obliga a la Primera Ministro (Emma Thompson, que está bien hasta cuando trabaja a reglamento) a emitir la orden de recurrir a agentes retirados que no estén en esa base devenida en pública. Y entonces aparece este tecnófobo y ferviente devoto de la superioridad analógica como única alternativa posible. La criatura de Atkinson terminará envuelto en una trama de enredos débil y mil veces tejida que tiene a un importante empresario de servicios informáticos como enemigo a vencer. Su objetivo es, como el de todos los malvados de estirpe jamesbondiana, la dominación del mundo.
La mecánica del relato es fácilmente resumible: English haciendo macanas de todo tipo y en todo lugar, desde prender fuego un restaurant hasta dejar inconscientes con una bomba a todos los agentes retirados, pasando por una fiesta en un barco en la que hasta el último invitado lo descubre o un viaje en un ómnibus doble piso londinense donde trompea de lo lindo a un guía turístico. Hay algo profundamente aniñado en la pulsión por la monería de English, que a fuerza de inconsciencia se mete en lugares insólitos sin saber nunca del todo bien cómo disimular su presencia. Es, pues, un lavado de cara a la vieja fórmula del Inspector Clouseau de la saga La Pantera rosa que funciona en la medida que su andamiaje cómico lo hace. Esa oferta es limitada a chistes de tono light, bien ATP, sin guarrerías, ni ánimos de ofensa, ni atisbo alguno de incorrección política, con la tontería como matriz común. Algunas secuencias módicamente originales y eficaces (la del guía turístico es particularmente graciosa) destacan por sobre la medianía de una comedia que se ha filmado varias veces antes… y mejor.