Enrique Dickmann, entonces un joven socialista que se acercaba a la manifestación del 1º de Mayo en Plaza Lorea –allá por el inicio de los años novecientos–, fue testigo de una irrupción de la policía, que revistió un gran salvajismo. Dickmann dejó un escrito extraordinario sobre lo que presenció. Sin aviso previo comenzaron los disparos y quedaron muchas víctimas, desangrándose en el pavimento, ante la estatua de Mariano Moreno. Con el tiempo, las policías de mundo adquirieron otras posibilidades represivas, bajo el núcleo esencial, siempre propiciador, de la balas de plomo, el elemento químico con número atómico 82, masa atómica 207,19 y símbolo Pb. Así, de este corazón profundo del Estado represor –hecho de plomo y justificaciones– se fueron desprendiendo, con el tiempo, variadas mediaciones. Un “relativo suavizamiento” de la bala, al surgir la de “goma”, el carro hidrante, el gas pimienta, el gas lacrimógeno. Evidencias tecnológicas que van en paralelo con las variantes que va encontrando el movimiento social para manifestarse, y de las políticas del Estado que fue escalonando las etapas de la represión (dispersión, chorro de agua, bala de goma, bala de plomo, secuencias ahora bien conocidas).
Estas son ahora, también, hijas de la inspección de las redes y operaciones encubiertas del Estado, entre las cuales, la bien estudiada represión clandestina basada en el terror, que se forjó en el país en los años 70, localizada en un conjunto de centros de detención fuera de toda legislación, y una destinación final en la desaparición de los cuerpos. El macrismo ha dado un paso grande en materia de represión, estudiando el pasado represivo del país –o intuyéndolo– de lo cual tomó mucho, agregó cosas y descartó, es claro, por el momento, otras más radicales. Su novedad: ha combinado de manera diversa los aspectos policiales, jurídicos, arquitectónicos, territoriales, logísticos, comunicacionales y lingüísticos. Un plan represor de otra índole, que hasta ahora no habíamos presenciado en sus múltiples despliegues, produciendo en ese espacio modificaciones fundamentales, comprando nuevos armamentos, concretando la Policía de la Ciudad, que fue más bien un triunfo de la Ciudad ahora llamada CABA sobre la Nación, el revés de lo ocurrido en 1880 y en 1943. En este último año se fundó la Federal, problemática institución pensada por los militares del golpe del 43. En aquel momento se fueron absorbiendo poco a poco las funciones de la Policía de la Capital; ahora se van absorbiendo poco a poco las de la Federal, salvo lo atinente a delitos federales y otras acciones residuales.
La combinatoria con la nueva concepción de expansión de las fuerzas intermedias, provistas de armamentos y uniformes que hacen recordar las recientes guerras internacionales de las geopolíticas imperiales, se relaciona con la manipulación del Poder Judicial. No solo prometiendo nuevas leyes de mayor carga punitiva sino haciendo de la Justicia un revestimiento servil de decisiones políticas tomadas de antemano fuera de cualquier ley (encarcelamiento de Milagro Sala). También con los ataques a los pueblos mapuches, nudo de mayor dramatismo de la formación del Estado argentino, cuestión irresuelta, en la que ahora vuelve a tomar actualidad, lo que desde hace varias décadas es la extraterritorialidad en la zona patagónica de empresas internacionales que estamentalizan y acordonan el territorio, restando soberanía. Pues fácticamente están fuera de la jurisdicción nacional, lo que permite conjeturar que, cuando eran áreas mapuches anteriores a la Campaña del Desierto, poseían más potencialidades de integración nacional. La primera hipótesis del coronel Mansilla en torno a esto, un Pacto de la Nación con los núcleos indígenas, los “ranqueles”, fue demolido por Sarmiento y Roca, censurado por el Congreso y abandonado luego por el propio Mansilla. La represión macrista no solo es el derivado –protocolos de Bullrich de por medio– de la Campaña del Desierto, que confiscó no solo las tierras sino las herencias culturales de todo ese ámbito geocultural y humano, una compleja confederación donde había luchas internas entre tribus y distintas posiciones sobre Rosas, con el que Calfucurá termina acordando (hay que recordar que sus lanceros usaron cintillo federal). Calfucurá tenía grado de general de la Nación, su hijo Namuncurá era coronel. Se recordará de este último su famosa foto vestido con su uniforme militar argentino (no era de su talle), grado militar que se le concedía al ya derrotado y asimilado.
Represión, derrota, negociación y asimilación. Es la historia del gobernador Amigorena (Mendoza, fines del siglo XVII), primero negociador con los pehuenches; luego, su represor empeñoso. Por cierto, una larga historia quebradiza de convenios y represión. Anticipa muchas conductas de mayor sutileza del Estado surgido de esos tratos, hasta hoy –en que el macrismo se cree sin historia, pero si hay una es ésa–, donde la represión se ha refinado como si hubiera pasado como miel de caña por los ingenios de Blaquier. Su base sigue siendo “no ahorrar sangre de los que protestan”, pero asimismo hay incorporación de derrotados y reducción al servilismo. No obstante, la diferencia es que se emplean represivamente medidas que aparentan no serlo; medidas administrativas, presupuestarias, judiciales, “modernizadoras”, puniciones secretas, operaciones recónditas desde bases de ataques informáticos, control de imágenes (aunque descontrol en las fórmulas lingüísticas: “comer y descomer”,”revolución del trabajo”, una inversión del sentido de la lengua que variados dirigentes sindicales escuchan sin vértigo alguno). La amenaza en general y la coacción específica es el corazón profundo del Estado macrista. En él, el premio a la sumisión se combina con el pretexto idiomático del narcotráfico que inauguraría un momento nuevo en las Fuerza Armadas. No es que la palabra narcotráfico no aluda a hechos verificables, pero se usa en la escala magna del pretexto ideológico designando un nocturnal enemigo –metáfora general de la imposición socialmente paralizante–. Para ello, es necesario reencaminar a las Fuerzas Armadas a un nuevo destino mesiánico. Este tipo de mesianismo es también parte de la maquinaria de coacción, abandonándose definitivamente la etapa de Nilda Garré.
Como efecto simbólico de una larga conflagración que con sus cambiantes vicisitudes –desde el siglo XVI–, la Iglesia hará con Ceferino, hijo de Namuncurá, un “santito de la toldería” (Manuel Gálvez). No obstante, esta pseudointegración no se vive del mismo modo hoy. La médula generatriz del macrismo es el punto de vista del empresariado globalizado (en definitiva, la City como Circulación de Negocios, el espacio público “angélico” disfrazando una ciudad extorsionada y una cadena de negocios que sustituyen a la Ciudad real por la Farma-City, esa ciudad ficticia con la farmacopea de la vigilancia humillante en tanto “protocolo” gubernamental). Aceptemos entonces que la represión ha mutado en cuanto a declarar sus propósitos. Actúa ahora en nombre de los “vecinos”, y con esta fantasmagoría se asiste a un espectáculo de violencia creciente y, para usar un concepto del vértigo de estos días, de corrupción viscosa. Pero se la explica por el sentido común. “Vecinos” invocados como sujetos de un beneficio cuando se extirpa a los intrusos de la “futura Once peatonal con veredas anchas y comercio cercado a cielo abierto”. Utopía represiva para relocalizados y ceñidos, enviado a la “Martín García” de los “nuevos indígenas urbanos”. Los manteros de Once. Que fueron así objeto del tratamiento represión-negociación, esa política para los “desiertos”. Se expone en algún momento un rostro amigable (¿no hay vecinos de por medio?) y, antes o después de los gases de la Nueva Policía, viene una negociación con los “namuncurá de Once”, ahora más acriollados, latinoamericanizados, más “senegaleses” –no perdonan a mapuches y coyas, están pensando qué hacen con África–, y acaso los vestirán de comerciantes correctos y catastrados. Es la creación de un proletariado de chucherías, disciplinados, vestidos por el municipio que les proveerá uniformes fluorescentes, el diseño del menoscabo.
La violencia condensada del macrismo ya incluye balas de goma y de plomo, una Justicia ficticia e ilegítima, medidas administrativas para pensar la “revolución del trabajo”, sinónimo de “desrevolución o “destrabajo”, por tanto, el lenguaje oficial como inversión sistemática del sentido corriente de las palabras. Acto eufemístico también represivo, que hace en su médula habitar al espectral “vecino”. Término inocente, al que se le brindan plazoletas de cemento con sombrillas ilusorias, apócrifas. Todo en nombre de esa supuesta inocencia vacacional, de esa abstracta condición vecinal, que en la vida real implica oscuras y a veces sórdidas batallas por efecto de la proximidad, lejos de la idea de Ciudad como totalidad compleja, masiva, con su cuerpo laboral hoy estriado, quebrado, con sus movimientos erráticos y también cronometrados. Hay otras evidencias de la violencia condensada macrista, en sus lenguajes, hechos y maquetas. Ponen la Ciudad al servicio de poderes empresariales y sus necesidades de circulación de mercancías mucho más gigantescas y misteriosas de las que puede imaginar un “mantero”. Las incrustaciones bucólicas –las bicisendas– contrastan con las bruscas lesiones paisajísticas en el trazado de las grandes avenidas destinadas sistemáticamente a reproducir cuerpos laborales en circulación. Y ahora, otra maqueta poderosa que cercena la heredada unidad compleja de la urbe. No faltan pretextos basados en el ecosistema (“dos veces el espacio verde del Parque Lezama”), medida geométrica “vecinal” que hace “simpático” a un tajo circulatorio que refunda una Ciudad Capitalista inhóspita. Un Paseo del Bajo, anunciado provocativamente por Macri, convertirá a la Capital en un Bien de Capital. Lo que implica subordinar al ciudadano a una Ingeniería de Demolición de los emblemas y fundamentos vitales de la vieja metrópolis histórica. Mientras, Odebrecht excava en las viejas avenidas para “soterrar” el Sarmiento como se soterró antaño el arroyo Maldonado, haciendo “lío por un tiempo”. Pero en algún pretérito rememorado, Enrique Dickmann, el viejo socialista, aún joven, que en algún momento de las cuatro décadas que siguieron, vería con simpatía al peronismo aquel… se acerca a Plaza Lorea. Aún no imagina lo que va a pasar.