El próximo 6 de noviembre, las elecciones en los Estados Unidos van a decidir si los demócratas son capaces de tomarse la Cámara de Representantes y tal vez el Senado, poniendo coto a la corrupción y demasías de un billonario racista y misógino que ganó la Presidencia en forma fraudulenta. Una victoria tan fundamental dependerá de un fenómeno que me ha llamado la atención desde que vine a vivir a este país en 1980: el hecho de que muchísimos de los que pueden votar no lo hacen (en los últimos comicios para el Congreso en el 2014, sólo ejercieron ese derecho 36,6 por ciento de los ciudadanos hábiles). Escépticos o indiferentes o meramente fatigados, parecen creer que su voto no tendrá efecto alguno. Están equivocados. Tal vez en este momento crucial en que ya ha comenzado el proceso de “early voting” (la posibilidad de sufragar durante el mes anterior a las elecciones), sería bueno que a esos norteamericanos que se abstienen tan inconscientemente se les contara la historia de una elección diferente que se llevó a cabo treinta años atrás en un país lejano en que también se decidía dramáticamente, como sucede hoy en la patria de Obama, el destino de su pueblo.
El 5 de octubre de 1988 se llevó a cabo en Chile un plebiscito que iba a determinar si el perverso General Augusto Pinochet, cuyo golpe militar de 1973 había derrocado al gobierno constitucional, seguiría en el poder por otros ocho años más (aunque todos sabíamos que era de por vida).
En esa ocasión parecía inverosímil que un tirano tan omnipotente y astuto pudiera perder una contienda que tenía todas las de ganar. Me acuerdo que muchos enviados internacionales (incluyendo un corresponsal del New York Times con que conversé) creían que tal hazaña era imposible. Además de los militares y la policía, Pinochet controlaba el Ejecutivo y el Legislativo (había abolido ambas ramas del Congreso), y el amedrentado poder judicial. Sus cómplices civiles, una combinación de la vieja oligarquía y los “piranhas”, nuevos y voraces millonarios advenedizos que se habían enriquecido gracias a las políticas neoliberales de los Chicago Boys, eran dueños absolutos de la economía y de los mayores medios de comunicación. Más intimidante todavía era el miedo que asolaba a Chile. ¿Cómo podía esperarse que hombres y mujeres que habían sufrido y presenciado ejecuciones, acosos, tortura y exilio durante quince interminables años, fueran capaces de superar un terror tan cotidiano como implacable? ¿Podría una población acostumbrada a callarse sacar la voz?
La respuesta me la dio una modesta y enjuta anciana en una población periférica del gran Santiago, un encuentro que ocurrió unos días antes del referéndum. Como miles de voluntarios pacíficos a lo largo de Chile, participé en un puerta-a-puerta que tenía por objeto informar a la gente acerca de sus derechos. Esa tarde, la señora respondió con cautela a mi presencia, solo invitándome a entrar a su casa cuando estuvo segura de que nadie en la vecindad nos estaba acechando.
Viendo su desconfianza, le expliqué que nadie sabría nunca lo que ella había resuelto en la soledad de la cámara secreta. Durante un buen rato, no respondió ni una palabra, hasta que, finalmente: “El sabe”, dijo. “Tiene un ojo adentro del lugar donde se vota, sabe todo lo que hacemos. Y me va a quitar mi fonolita, mi techo, cuando se dé cuenta de lo que hice”. Aun así, cuando nos despedíamos, susurró unas palabras de aliento y desafío en mi oído: “Voy a votar contra él. No voy a perder mi única oportunidad de que se oiga mi voz”.
Unos días más tarde, esa mujer se unió a casi cuatro millones de sus compatriotas para derrotar a la dictadura. Contra todos los pronósticos, 56 por ciento del país le notificó al General que sus días estaban contados. No sería fácil, pero habíamos comenzado el largo, arduo camino de retorno a la democracia.
Esa noche, acompañado de mi esposa y nuestros dos hijos, y rodeado de innumerables amigos y vecinos, bailé en las calles de Santiago, integrándonos a una ola festiva que se desplegó por toda la nación. Al final de cuentas, nuestro triunfo no fue ni tan extraño ni tan improbable como los observadores suspicaces habían augurado. Fue un triunfo que provino de una profunda tradición democrática que la intervención militar no pudo sofocar, y de la lucha, sacrificio y movilización de centenares de miles de activistas que acompañaron a personas como aquella anciana en su búsqueda de la dignidad. Ella supo mirarse en el espejo de su propio coraje, intuyendo de que algo tan aparentemente frágil como una mano marcando una papeleta solitaria, un susurro de esperanza y desafío, puede cambiar la maldición de la historia.
Este es el recuerdo que invoco hoy, desde los Estados Unidos, cuando su pueblo se pregunta si será posible rescatar esta democracia apremiada. Me gustaría creer que los ciudadanos de la patria de Lincoln y Rosa Parks, en circunstancias mucho más auspiciosas que las que existían en Chile, son tan valientes y devotos de la libertad como esa anciana en Santiago que logró desterrar la apatía y vencer el temor. Y quiero creer que, junto a la mayoría de este país donde hoy vivo y al que llamo también mío, voy a encontrarme bailando en las calles la noche del 6 de noviembre, celebrando que el fin de la pesadilla que se llama Donald Trump comienza a vislumbrarse.
* Escritor. Autor de La Muerte y la Doncella y, recientemente, de la novela Allegro.