El viejo Julio Cameron –nombre y apellido de un linaje militar, que se repite desde su bisabuelo hasta él– es un personaje siniestro por la familiaridad que manifiesta en un paisaje donde impera la nieve acumulada sobre la silueta de los montes. “Me gusta seguir a la gente. Inteligencia y preservación, así se dice. Hay deseos que no se pueden olvidar”, confiesa el viejo como si empezara a nombrar, en pequeñas dosis, los secretos que lo condenan, los recuerdos de lo que hizo, “una jaula pesada” que le impide tener una vejez confortable. Los personajes que lo cuidan en distintas instancias, Mita y Orsini, no saben quién es realmente ese viejo que ha perdido su pierna derecha, que se está “escondiendo de la ley”, y que a medida que entra en una zona de delirio inexorable revelará su accionar durante la dictadura cívico-militar. En Cameron (Eterna Cadencia), Hernán Ronsino se desplaza del territorio de Chivilcoy, donde transcurrían sus tres novelas anteriores –La descomposición, Glaxo y Lumbre–, hacia una zona que podría ser un pueblo de Austria, de Alemania o alguna pequeña ciudad de la Patagonia, para construir una narración pesadillesca que extrema la tensión a partir de una voz que postula “el dar vuelta la página de la historia y seguir adelante, mirar hacia el futuro y no hacia el pasado”.
Ronsino escribió Cameron, una nouvelle de apenas 79 páginas, durante una residencia de escritura en Zurich (Suiza), donde estuvo de enero a junio de este año. Viajó con la esperanza de terminar Una música, una extensa novela en la que está trabajando desde hace tres años, pero la historia de Julio Cameron empezó a ganar terreno y pasó de las primeras frases anotadas a tomar más cuerpo a medida que se dejó llevar por el clima frío, la fiebre y el delirio que afecta a Cameron. “La residencia de escritura es una de esas cosas extrañas que aparecen en la vida. Me invitaron, yo no sabía de la existencia de ese lugar. Otra escritora argentina que estuvo fue Ángela Pradelli. Te pagan para que puedas escribir; son fallas del sistema”, bromea el escritor en la entrevista con PáginaI12.
–Hay una extrañeza que genera la novela respecto del territorio donde transcurre, que podría ser Bariloche o Alemania. ¿Por qué este territorio raro, poco definido, a diferencia de la localización en Chivilcoy de las otras novelas?
–Hay una intención de explorar un territorio nuevo después de las otras tres novelas y de una novela más larga que estoy escribiendo. Me agotó el proceso de trabajo; fueron muchos años que me ocupó. Después de esa novela, apareció esta historia que buscaba armar un escenario onírico o pesadillesco y para eso había que armar un territorio extrañado, donde las referencias territoriales cercanas sean confusas o estén alteradas o camufladas. Por eso es difícil precisarlo en un lugar concreto. Pero por otro lado, aunque el escenario de las otras novelas es una ciudad que existe, igual es un escenario inventado, un espacio imaginado. En el caso de esta nouvelle, es un espacio literario que no encuentra su paralelo en la realidad.
–Hay dos frases que se reiteran: “Los detalles me salvan” y “La huella es la memoria de una ausencia”. ¿Cómo operan estas frases en “Cameron”?
–Los detalles definen al personaje, que es alguien que mira, que observa, que se dedica a espiar y a perseguir; la mirada, en ese sentido, es fundamental. Pero por otro lado, es una definición de lo que me gusta de la escritura, que se construye a partir de los detalles. Un mundo literario se sostiene sobre la idea del detalle. Esa insistencia, ese estribillo, resalta esa idea de cómo se organiza la escritura a partir del detalle. En este caso, es un personaje horrible que utiliza el detalle para la violencia. La otra frase es un estribillo que tiene un efecto poético. “La huella es la memoria de una ausencia” parte de un poema que alguien le escribió al personaje. La intención es resaltar todo lo que está perdiendo el personaje, pierde todo el tiempo cosas, va perdiendo hasta los pocos privilegios que tenía; es como un tobogán que lo lleva a estar atrapado en su propio cuerpo, perdiendo cualquier tipo de vínculo y de contención.
–Hacia el final de Cameron se devela la violencia del pasado, vinculada con la dictadura cívico–militar y aparecen dos nombres, dos víctimas desaparecidas, María Beatriz Ciafardini y Cacho Sosa, en el marco de la ficción que propone la novela.
–Sí, ahí es donde se desnuda las claves del relato y se lo termina de arraigar en un lugar. El nombre de estos personajes, la violencia que sufren, contrasta con el material onírico. Esos nombres refuerzan el clima pesadillesco del resto del relato, que te puede hacer dudar de qué es lo falso. ¿Lo falso es todo lo otro, todo lo que está contando el personaje? ¿Cuál es el clima real o verdadero de la novela? Ese contraste se revela al final y termina de tensar lo extraño del clima.
–Clima que se tensa más por el colaboracionismo de uno de los personajes, ¿no?
–Sí. Hay un personaje que está en mis libros anteriores y que en esta novela aparece referido por Cameron, Pajarito Lernú, que es el que escribe el poema donde habla de la memoria: “La huella es la memoria de una ausencia”… Ahí es donde pensaba la idea de lo siniestro en una ligazón con el universo anterior de las novelas, porque es un personaje que en las otras novelas funciona con otras características, tiene un vínculo afectivo con los otros personajes y con su comunidad muy fuerte, y ese mismo personaje encarna a un personaje oscuro, desconocido en el otro universo. Ahí está habitando lo siniestro, en un personaje familiar para mi universo narrativo que se desnuda como un colaboracionista. ¿Por qué un personaje tan querido es un colaboracionista? Me gustaba probar esa familiaridad tan asentada en otro universo conviviendo con lo siniestro. Por otro lado, me parece que hay una idea de la memoria muy distinta a la novela anterior, Lumbre. El tema de la memoria es muy importante en lo que escribo y oscila siempre entre dos andariveles, entre una memoria más evocativa, más proustiana, y una memoria más árida y beckettiana, como la memoria de Molloy, que chupa piedras y no siente nada, como la figura opuesta al cliché de (Marcel) Proust, mojando la magdalena en el té y evocando su pueblo. Cameron está más cerca de la memoria beckettiana, más árida, más seca y más siniestra; en ese sentido es la contracara de la memoria que se explora en Lumbre.
–En la novela no se explicita la pertenencia política de Cacho y Beatriz, excepto por un detalle, la pastilla, que permite identificar que eran militantes de Montoneros...
–Sí, no está explicitado, pero eran militantes de Montoneros. La historia política argentina siempre me interesó trabajarla desde la escritura; aparecen lazos con los fusilamientos de José León Suárez, con los trenes y la crisis del 2001 en Glaxo y La descomposición. Pero nunca había narrado de modo directo la temática de la dictadura, siempre hacía un rodeo. Pero por otro lado, Cameron no es una novela que hable de la dictadura directamente, sino que habla de cómo los efectos de la dictadura siguen operando en el presente. No es una novela que hable de los años 70, sino de cómo hoy en día seguimos lidiando con esas historias abiertas por la ausencia de justicia o la amenaza de que no se siga con el proceso de justicia y que no podamos cerrar esa etapa desde lo judicial. Esta novela tiene que ver más con los efectos de la dictadura en el presente.
–¿Cuáles son esos efectos de la dictadura en el presente?
–Los niños apropiados seguirán conviviendo con nosotros hasta que no se resuelva. Esto es algo que está habitando en el presente, no es parte del pasado para nada. Y lo otro es la tensión que todavía se sigue dando, y que va cambiando de acuerdo a los momentos históricos, entre el proceso de los indultos y toda la reacción que eso supuso, y la reapertura de los juicios con el kirchnerismo. Ahora hay cierta vaguedad respecto de qué hacer y se está poniendo en duda algunas condenas a genocidas. En la novela todo esto impacta de lleno porque es un represor que tiene una prisión domiciliaria y a pesar de eso está gozando de ciertos beneficios.
–Uno de los personajes califica a Cameron como “monstruo”, una palabra complicada. ¿Que los genocidas y represores sean vistos como monstruos no implica exculparlos de la responsabilidad por los crímenes que cometieron?
–El problema en la novela es que Orsini no sabe quién es Cameron. Cuando le dice “monstruo”, no lo está nombrando por lo que nosotros sabemos después que hizo. Al reflexionar sobre lo que ocurrió en los años 70, estoy cercano a las ideas que desarrolla (Zygmunt) Bauman en un libro extraordinario, Modernidad y Holocausto, donde piensa la idea del genocidio moderno. Lo que plantea Bauman es que el Holocausto solo fue posible en la modernidad, a partir de las condiciones que instauró la modernidad. Antes de la modernidad existieron grandes matanzas, pero no tuvieron las características del Holocausto. Si bien la modernidad no es sinónimo de Holocausto, sí hizo posible el Holocausto. Bauman dice que tenemos que estar atentos de nosotros mismos como sociedad porque esas condiciones que hicieron posible el Holocausto no solo no desaparecieron, sino que se perfeccionaron de modo que el proyecto ideológico genocida y los recursos que ofrece la modernidad pueden combinarse en la medida en que se relajen los frenos morales. Por lo tanto, no es algo monstruoso, exterior a nosotros, sino que lo que Bauman dice es que tenemos que tener miedo de nosotros mismos porque podemos generar esos momentos de supuesta normalidad consensuada o legitimada. Pero en el caso de la novela, Orsini no sabe… Lo pienso a Orsini como una especie de clase media volátil que va y viene y lo banca, pero cuando le toca su orgullo lo suelta, sin muchos fundamentos ideológicos. Así lo echa de la casa, pero así también lo bancó mucho tiempo, sin saber quién era. Por eso no hay tanta conciencia política en Orsini cuando dice que Cameron es un monstruo. A Cameron no le importa lo que hizo, ni le interesa. En algún momento Orsini dice que hay que dar vuelta la página de la historia y que no hay que mirar el pasado.
–Orsini representa a esa parte de la clase media que durante la dictadura avaló la represión, a través del “algo habrán hecho”, sin que sus conciencias se perturbaran?
–No lo pensé así, pero está implícitamente eso… Más que en la clase media de los 70, estoy pensando en la clase media de ahora. Me interesa que esta novela esté interrogando este presente con los ecos del pasado. Pero estoy pensando en cierta franja de la clase media que se va bamboleando de una zona a otra y reacciona cuando se siente acorralada, pero no cuando ve deterioros sociales que afectan a otras clases. Gran parte de esa clase media es la que votó primero a Cristina (Kirchner) y después a (Mauricio) Macri; es la clase media que se desplaza de modo volátil en términos políticos e ideológicos.
–Cameron dice que “la juventud siempre es traicionera”. ¿Por qué persiste esta corriente ideológica que pone a los jóvenes en el lugar de la traición?
–Tal vez Cameron le teme a la vitalidad, al deseo; la juventud que encarna la vitalidad, el futuro, el porvenir, cosa a la que (Witold) Gombrowicz no le tuvo miedo. Gombrowicz planteó otro escenario ante la juventud; en la juventud está la vida, la potencia, y él estaba fascinado con la juventud. Acá Cameron está tratando de clausurar su propio deseo al decir eso. Cualquier impulso vital que lo aproxime con algo del afecto lo clausura.
–¿La brevedad de la novela estuvo como horizonte de escritura desde el comienzo?
–Sí. La intensidad no la podía sostener en una extensión mayor. Me parece que el formato era la brevedad. La estructura está formada por pequeños párrafos, salvo cuando se produce el delirio, que es el momento más largo. Son párrafos breves, como si fueran pequeñas ráfagas de imágenes o situaciones encadenadas. No la pensé como una novela de más largo aliento. De hecho estoy con una novela más larga en la que estaba un poco complicado y trabado y Cameron apareció para tomar un poco de aire. Esta novela surgió casi como un modo de solucionar el problema que tenía con la otra novela. Necesitaba pensar en otra cosa. Y ahora volví a la otra novela.
–¿De qué se trata?
–Es la historia de un pianista; vamos a ver para qué lado sigue, si llega a su destino. Tengo bastante escrito; Una música sucede por primera vez en Buenos Aires, es una novela larga, y hace tres años que vengo trabajando. Mucho más no puedo decir.