Carlos, como la mayoría de los que viven en la Villa 21-24, no quiere decir su verdadero nombre por miedo. Es bajito, menudo, tiene una discapacidad a causa de una artritis reumatoidea y es tanto el hostigamiento que recibe que se anima a ironizar: “La Prefectura tiene un imán conmigo”. Hace referencia a que bajo la excusa de “estar haciendo control” lo revisan con violencia a él que, por su enfermedad, mueve el cuerpo con dificultad. Cuenta que en una de las tantas requisas lo obligaron a abrir las piernas y como no puede hacer eso, se lo hicieron a la fuerza y lo lastimaron más.
“Me ponen contra la pared, y no les importa si tengo fuerza o qué pasa con mi cuerpo. Me agarran entre dos, pero en el móvil están como cinco”, cuenta Carlos, en referencia a los agentes de Prefectura que lo persiguen. “¿Qué puedo hacer yo, chiquito? Me agarra mucha impotencia”, se queja.
De hacer la denuncia ni hablar. “La llego a boquear y es peor”, dice, y se acuerda de que la única vez que fue a denunciar, los de Prefectura fueron a lo de María, la mujer que no sólo sostiene un comedor en el barrio, sino que genera actividades artísticas, los contiene, asesora y acompaña haciendo valer los derechos de quienes habitan allí.
“Te sacan los zapatos, te toquetean. Voy caminando normal y me tratan de una manera horrible porque saben que no puedo hacer nada”, dice Carlos. “Me revisan de pies a cabeza como si fuera el peor narcotrifante. Tenía un autito para trabajar, pero me revisaban todos los días cuando entraba y salía del barrio... Terminé dejándolo”, recuerda.
Carlos vivió siempre en el barrio y hace cuatro años aproximadamente empezó a ser tomado de punto por parte de Prefectura. Cuando les pide que se identifiquen lo prepotean: “¿Quién sos vos? Nosotros somos la autoridad”, le responden los uniformados. “No bajan un cambio, no puedo ni mirarlos a los ojos porque me dicen que baje la mirada. No lo quiero ver de una manera traumática. Ya lo tomo como un chiste”, se resigna.
Rocío y Gloria dicen que cuando van a bailar, con minifaldas, la Prefectura las acosa y si les responden se desquitan con sus parejas.
Andy tiene 21, nació en Bolivia y está rindiendo las equivalencias del secundario para poder seguir estudiando en Argentina. Cursa en San Telmo y dice que una vez se olvidó el documento y que eso es un “error que uno no debe cometer nunca”. La llamó a la mamá para alertarla. Se espanta al contar que “hace cuatro meses la tiraron a una chica al piso que estaba con su bebé”. Y agrega que es moneda corriente que los de Prefectura entren al colectivo, los graben con el celular. “Lo hacen para después reírse de nosotros”, analiza.
“Cómo te vestís, hablás y expresás es condición suficiente para estar en la mira. Narco, Gendarmería y Prefectura se cuidan a sí mismos, nunca a nosotros”, sostiene el estudiante. Y coincide con Carlos en que siempre que los agarran lo hacen entre ellos solos y entre cuatro o cinco. Y que jamás están identificados.
“Acá vive mucha gente inmigrante y los prefectos dicen que pueden hacer lo que quieren con nosotros porque están en su país”, sostiene Andy. Y añade: “Los pibes entre 15 y 16 son los más vulnerables y muchas veces utilizados por la propia fuerza para trabajar para ellos”.