En la víspera de estas elecciones, la economía brasileña sigue estancada. Luego de una de sus más fuertes recesiones de su historia, cuando cayó un diez por ciento entre fines de 2014 y mediados de 2016, y dejó una tasa de desempleo de más del doce por ciento, se espera que crezca poco más de uno por ciento este año, repitiendo el pobre desempeño de 2017. La situación fiscal es preocupante con un déficit nominal de 7,5 por ciento del PBI, y la deuda pública está en en 77 por ciento del PBI, en términos brutos. Así, los futuros presidente y gobernadores de los estados tendrán poco espacio para implementar políticas públicas. Positivo, sólo que la inflación parece estar controlada en alrededor del cuatro por ciento anual, y que el sector externo muestra un déficit en cuenta corriente del balance de pago del uno por ciento del PBI, combinado con un elevado monto de reservas internacionales.

Vistos aisladamente, sin embargo, estos datos macroeconómicos reflejan un cuadro difícil pero reversible en condiciones normales, si Brasil volviese a crecer. El gran problema es que el país dejó de funcionar de un modo normal. En el Congreso Nacional, las disputas partidarias parecen haber pulverizado la posibilidad de llegar a acuerdos que garanticen estabilidad en los mandatos. En un país que se ha polarizado como nunca,estos impactos se sienten en lass instituciones que deberían quedar al margen de estas disputas. El antiguo dicho popular “para los amigos, todo, para los enemigos la ley”, manifestándose en interpretaciones subjetivas de leyes y procesos judiciales, pareciera estar más vivo que nunca. Económicamente, esto impacta paralizando el funcionamiento del sector público e inhibe al privado en llevar adelante obras de infraestructura esenciales para el crecimiento.

Los dos candidatos que parecen que definirán el pleito electoral manifiestan visiones y soluciones para la economía diametralmente opuestas. Por un lado, el diputado nacional Jair Bolsonaro, ex capitán del ejército, expresa la insatisfacción popular con “todo eso que está ahí”. Asesorado por un financista ultraliberal, su programa de gobierno y sus declaraciones no dejan dudas: se trata de achicar drásticamente al Estado reduciendo su prestación de servicios públicos -en especial educación, salud y jubilaciones, áreas de rentabilidad potencial para el sector privado-, una masiva privatización de empresas estatales y reducción de costos para el sector privado. También en su agenda está la flexibilización laboral y el recorte de derechos del trabajo (aguinaldo, vacaciones), contener aumentos salariales y una reforma tributaria. En suma, sería la radicalización y profundización de las reformas promercado de los 90 que fueron retomadas por el actual gobierno Temer a partir de 2016.

Por otro lado, Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), apunta a retornar las políticas de inclusión social de la época de Lula y de inversiones públicas. Considera que los problemas fiscales sólo se resolverán con nuevo crecimiento, a partir de estímulos a la demanda privada y del gasto público, financiada por los bancos públicos y el uso parcial de reservas internacionales. Además, pretende una nueva matriz tributaria que alcance a los segmentos más ricos y eliminar el “techo de gastos” implementado por Temer. Reformas estratégicas en las jubilaciones y leyes laborales demandadas por el sector privado, especialmente el mercado financiero, posiblemente se implementarían en forma atenuada y preservándose los derechos consagrados en la Constitución de 1988.

Detrás de estas agendas económicas se encuentran dos visiones de Brasil: Una sugiere que el Estado es la fuente de problemas como la corrupción y falta de crecimiento; la otra entiende que los problemas estructurales de pobreza, desigualdad y falta de dinamismo del sector privado sólo pueden ser resueltos a través de la actuación activa del Estado. De otra forma, también definen el interrogante histórico de Brasil sobre si será uno de los países con peor distribución de riqueza en el mundo, o si avanzará en convertirse en una sociedad con consumo de masa.

Ambos candidatos, caso triunfen, también abren interrogantes sobre si serían viables. Haddad puede sufrir un rápido desgaste si no consigue el retorno de los “buenos tiempos”, sobre todo ante un marco internacional desfavorable, un Congreso hostil y una sociedad dividida. Bolsonaro sugiere una trayectoria y retórica poco democrática y tendrá que enfrentar resistencias a la eliminación de derechos sociales y alteraciones tributarias. Además, aun lográndolo, tendría que lidiar con los efectos del crecimiento explosivo de pobreza y desigualdad. 

Las medidas económicas de Bolsonaro parecen ser rechazadas por la mayor parte de la sociedad, ya que el gobierno Temer las viene adoptando no sin fuerte oposición y no han generado crecimiento. Sin embargo, no parece afectar su fuerza electoral. Por otro lado, el PT, pese a estar identificado con la protección de los derechos sociales y de los más pobres, sufre rechazo en todas las clases sociales. Esta paradoja podría explicarse por medio de encuestas de opinión, como una reciente de Datafolha, que reflejan que las personas parecen estar decidiendo su voto en base a una emoción –sobre todo, rabia, miedo y frustración– fuertemente impactada por redes sociales que difunden verdades, mentiras e dudosas interpretaciones. Bajo este contexto, el debate económico racional queda al margen de las discusiones políticas, y el debate de problemas reales ya no se debaten en torno a beneficios y costos de diferentes alternativas. 

* Profesores de la Universidad Federal de Río Grande do Sul, Brasil.