Deberíamos haberlo imaginado. Un nuevo tipo de golpe engendraría un nuevo tipo de dictadura.
A la soberanía popular ya no se la vulnera con brutales rupturas de la institucionalidad democrática, sino valiéndose de ella y transformándola en una farsa. Mecanismos creados para defender nuestras sociedades de los abusos de poder, son ahora utilizados para imponer un estado de excepción sobre el que se edifica el odio y el desprecio a la democracia y a los valores republicanos, al sentido de lo público y del bien común. El uso arbitrario de la ley sustituye el uso despótico de las armas. Pero los instigadores siguen siendo los mismos: las élites económicas, las fuerzas políticas conservadoras, los monopolios mediáticos y un poder judicial despojado de su legalidad, mesiánico y arbitrario. Éste es el camino que comenzó a transitar Brasil cuando, en los oscuros laberintos de un Congreso plagado de diputados corruptos se pergeñó la conjura que acabaría con el gobierno de Dilma Rousseff.
Hoy, Jair Bolsonaro ganará el primer turno de las elecciones nacionales. No sabemos cuánto logrará distanciarse de Fernando Haddad, el candidato del PT,aunque los millones de votos que recibirá serán la más elocuente evidencia de que los golpes de Estado constituyen siempre un proceso, una dinámica mediante la cual se resecan los anticuerpos que deberían protegernos de la barbarie. Para un sector significativo de la sociedad brasileña, la democracia puede ser el mejor camino para erigir de legalidad y legitimidad un gobierno de militares y de civiles antidemocráticos, corruptos, racistas, xenófobos, machistas y aduladores de la muerte, de la tortura y de las dictaduras.
Por eso, la de hoy no es una elección presidencial más. Es un plebiscito. La sociedad brasileña decidirá sobre qué institucionalidad política pretenderá construir su futuro.
La situación es de extrema gravedad, ya que son varios los especialistas en campañas electorales que han recomendado que Fernando Haddad y Manuela D’Avila dejaran de reforzar la naturaleza fascista de Bolsonaro y se concentraran, mejor, en atacar su persistente impericia, su arrogante indolencia y su poco productiva labor parlamentaria. Parece que a un sector de la sociedad brasileña le molesta más votar a un inútil que a un racista, a un político incapaz de presentar un proyecto de ley en más de 20 años de vida parlamentaria que a un defensor de la tortura.
La democracia brasileña está herida. Y sangra por una fisura cuyas marcas pueden reconocerse en otros países de la región. No necesariamente los pueblos cambian un idiota por un demócrata a la hora de ejercer su derecho a decidir el destino político de la nación.
Para explicar la emergencia de candidatos como Bolsonaro, algunos analistas recurren a la figura del “populismo”, término que alguna vez fue un concepto y que hoy es el eufemismo que se utiliza para estigmatizar a los políticos que prometen mejorar la vida de los pobres. Semejante descripción, que casi siempre es desacertada, nada tiene que ver con este militar de mente perezosa, que divide el universo femenino entre las mujeres que merecen y las que no merecen ser violadas.
La política económica propuesta por Bolsonaro, e idealizada por un millonario cuyas competencias democráticas parecen tan insignificantes como las de su candidato, son ultraliberales y, sin excepción, están dirigidas a maltratar aún más a los pobres y a los excluidos.
Suele decirse también que Bolsonaro avanza porque ha tenido el coraje de abordar un problema crucial para la sociedad brasileña: los altísimos niveles de violencia. Este año morirán asesinadas en el país algo más de 40 mil personas. La gran mayoría de ellos serán jóvenes negros con edades entre 18 y 24 años. También gran parte de ellos serán asesinados por la policía, impunemente. Las medidas propuestas por Bolsonaro consisten en armar a la población civil, liberalizar aún más el accionar de las fuerzas de seguridad, cortar programas de derechos humanos, de protección de víctimas y destinados a disminuir el racismo. Se burla de la violencia de género, en un país con una de las más altas tasas de femicidio del continente y donde, cada 11 minutos, una mujer es violada.
Sin mucha imaginación, sostiene que el principal problema de la educación es la calidad. Para solucionarlo, propone militarizar las escuelas.
Bolsonaro no recibirá sólo el voto y la confianza de los más ricos. Si así fuera, no constituiría una amenaza electoral a la democracia. Lo votarán también las clases medias y los sectores populares, aunque entre las mujeres su adhesión sea mucho más baja.
Estoy convencido de que Fernando Haddad será el futuro presidente de Brasil, porque ganará en segunda vuelta. Pero esto no puede omitir una pregunta que nos interpela y desafía: ¿cómo ha sido posible este grado de decadencia política?
Mañana, en PáginaI12, trataremos de responderla.
* Secretario ejecutivo de Clacso y profesor de la Universidad del estado de Río de Janeiro.