Desde San Antonio de los Cobres, Salta
“Necesito que haga esto para mantenerlo activo, es su vida”. Lucas, el hijo de Eduardo “Polo” Román insiste con el latiguillo mientras va y viene con su padre. El trasfondo es la difusión de Antológico, disco que el histórico bombisto y cantor de Los Chalchaleros acaba de grabar junto al Salta Trío, y que tiene tres instancias de presentación: una conferencia de prensa en el Teatro Provincial de la ciudad; un breve concierto en las alturas de San Antonio de los Cobres; y otro, más largo y formal en el teatro citado, el próximo viernes 12 de octubre. A cada parte, entonces. “Uno se pone viejo, entonces hay que hacer lo que dicen los hijos que no están equivocados, ¿no?”, introduce Polo durante la charla citada, y luego va al punto: “Para decidir los temas que quedaron grabados en el disco apelamos al buen gusto y también a las canciones más decidoras respecto del mensaje. Pensamos en la gente, que disfruta tanto de nuestros cantares, de nuestros decires, de nuestra alegría. Yo no conozco un salteño que no vaya por la calle silbando, ¿sabe?”, es otra de las secuencias habladas de Román, nacido hace 81 años en Cafayate, la ciudad de la serenata.
Para las secuencias cantadas habrá que esperar hasta la noche cuando, en trance de peña, este chalcha ensamble con su nuevo trío para sorpresa de un público desprevenido. Pero más aún al otro día cuando, micro mediante, empiece el viaje a San Antonio de los Cobres. Un camino mágico que entrelaza ecosistemas, ambientes diversos y bellezas montañesas. El raid arranca por el valle de Lerma, llega hasta Campo Quijano, el bello paraje de siete mil habitantes que le abre las puertas hacia los Andes, y sigue su larga cuesta hacia la puna. A partir de aquí, es todo subida, todo altura. La naturaleza empieza a marcarle el ritmo a los cuerpos. Todo se lentifica. Las miradas se relajan ante el color profundo de las yungas, hecho de lapachos, laureles, nogales y ceibos. Ante esas ierras húmedas, frecuentemente roseadas por lluvias, que dan de beber a tapires y monos.
No hay vuelta atrás para esta fiesta de la naturaleza. Entre las montañas y la ruta, median las aguas oscuras del río el Toro, y las vías férreas del histórico ramal C-14, que actualmente circula solo con vagones de carga. “Hay que andar despacio y tranquilo”, se le escucha decir a Polo, mientras el ómnibus sigue cuesta arriba. Ahora penetra en la Quebrada del Toro. Una escuela llamada “Gauchos de Güemes”, impregna con su luz al Mollar, y las nubes están ahí nomás, cercando túneles y puentes, El cuadro, imponente, lleva la imaginación seiscientos años atrás. A ese momento en que la capacocha, peregrinación inca que unía los cuatro puntos del Tawantinsuyu, se activaba con el fin de poner en funcionamiento los intercambios económicos de todas las regiones del imperio, y elegir a sus seres más puros y bellos para ofrendarle a los dioses. El bólido está surcando el capac ñan, el camino real del inca por el que supuestamente anduvieron los dos niños y la niña que fueron llevados al cerro Llullaillaco (6.739 metros de altura) para ser entregados como ofrenda. Esos niños, cuyos cuerpos fueron redescubiertos en 1999 en perfecto estado de conservación, se pueden ver en el Museo Arqueológico de Alta Montaña (ubicado en la ciudad) junto a sus ajuares de chullpas, gorros de lana de camélido y estatuillas con los que fueron enterrados en huacas sagradas de altura.
La imaginación vuela, entonces, mientras proliferan los cardones y amanece el peligro de la sorococha, o mal de altura. Una buena forma de prevenirlo es no pensar en él, sino en los cerros de hermosos colores que inundan el panorama. El zinc, el manganeso y el galeno se mezclan generando tales tonalidades, y un desayuno rupestre entre el templo del Alfarcito y un criadero de llamas, repone fuerzas para seguir. La tercera región es la quebrada de Las Cuevas. Los cardones se van secando, las rocas se tornan volcánicas, ígneas, y el guía tira un dato demencial. “En esta zona llueve uno o dos días por año, nada más”. En medio de esa sequedad viven las doce familias de Santa Rosa de Tastil, cuyas ruinas fueron declaradas patrimonio universal de la humanidad por la UNESCO. Es la puerta de ingreso a la puna y la somnolencia, fruto de la escases de oxígeno, empieza a pegar duro en los pobres cuerpos humanos.
San Antonio de los Cobres. 3775 metros de altura sobre el nivel del mar. Un pequeño escenario montado entre el tren a las nubes, las montañas y el rústico poblado que cobija a los mineros, sirve a los fines musicales del viaje: la presentación de Antológico. Polo Román y su trío, entonces, despiertan al contingente con un puñado de canciones que pegan directo en el corazón de salteños, salteñas y gentes de otros lares. Un chalchalero no es un Rolling Stone, y eso queda claro en piezas como la zamba “De mi madre” y “Lloraré”, clasicazos recurrentes de los cincuenta años, cinco mil presentaciones, y sesenta discos que duraron los chalcha. También suenan “Cueca de la viña nueva”, esa chacarera de agite llamada “Amalaya”, y la zamba carpera “La cerrillana”. Ambas suenan simples -como era antes– y fuerte, como para romper el aire espeso de la puna. Al Polo le cuesta un poco –hace veinte años que vive en el nivel cero: Mar del Plata– pero no se nota. Se baja del escenarito, se sube al tren y todos, ahora sí, hacia las nubes. Siete vagones, una locomotora y un furgón hacen frente a la terrible amplitud térmica de la región. Atraviesan dunas, plantas achaparradas, minas abandonadas y socavones derrumbados hasta llegar al viaducto de la Polvorilla, el cenit de la puna, ubicado a 4220 metros de altura. Imposible describir con palabras semejante dominio de la naturaleza sobre el hombre, que permanece hasta Socompa, el paso internacional a Chile. Los vagones paran, las miradas se congelan ante la inmensidad del puente, y el recorrido humano, musical y natural que difícilmente se repita para quienes se le animaron, llega a su fin.