Descendiente directo del lobo, con el que comparte un mapa genético casi idéntico, el perro se fue domesticando a lo largo del tiempo –sus primeros rastros datan de hace 30 mil años– en un proceso de selección mediante el cual los humanos fueron eligiendo aquellos ejemplares menos feroces y más cercanos a sus necesidades, más capaces de ayudarlos en las tareas domésticas y de caza, al tiempo que los perros más astutos se adaptaban a las exigencias de sus amos. Como en “Yzur”, el tremendo cuento de Leopoldo Lugones acerca de un hombre que presiona y tortura a un mono hasta que hable para demostrar la teoría de que los monos son en verdad personas que se deshumanizaron para no trabajar, que se animalizaron por perezosos, el perro es un lobo que descubrió que la forma más sencilla de alimentarse no era salir a cazar y exponerse a que se lo devoren los tigres y los hipopótamos sino hacer monerías para que los humanos les tiren los restos de su comida. Ese es, según las últimas evidencias arqueológicas, el origen del perro.

La tendencia global al aumento de la población perruna se profundiza. Aunque las estadísticas son dudosas, se estima que hoy existen en el mundo unos 500 millones de perros. Solo en Estados Unidos hay 83 millones, según la Asociación Americana de Productos para Mascotas. En Argentina, si bien el Indec no incorporó aún la categoría a sus encuestas de hogares, el Instituto de Zoonosis Luis Pasteur calcula que viven y ladran unos 4 millones de perros, y que cada vez hay más: la Cámara Argentina de Nutrición Animal sostiene que la producción de alimento balanceado aumentó 63% entre 2007 y 2016. 

Este incremento del número de perros reconoce causas profundas, entre las que se destaca el aumento de la tasa de soledad en los grandes centros urbanos. Como se sabe, los nacimientos vienen disminuyendo de manera sostenida en el primer mundo (la tasa de natalidad pasó de 23,16 nacimientos cada mil personas en los años 60 a 11,87 en la actualidad entre los miembros de la OCDE) y en países de desarrollo medio como el nuestro, donde bajó de 45 a 16,7. La menor proporción de nacimientos se conjuga con un aumento de la esperanza de vida, que saltó de 70 a 80 años en la OCDE y de 70 a 76 en Argentina, y con la tendencia a la posposición de la maternidad. El resultado lógico de estas transformaciones demográficas es una multiplicación de personas que viven solas: 10 por ciento de la población en España, 14 por ciento en Francia y un asombroso 31 por ciento en Japón. Cada vez más marcado en los países del Norte, este mundo de solitarios se replica en las clases medias del Sur: en la ciudad de Buenos Aires, donde el PBI per capita es similar al de digamos Portugal, el 15 por ciento de los hogares están constituidos por una sola persona, contra menos del 6 por ciento en los años 80.

Más atento y ágil que cualquier cátedra de demografía, el mercado capitalista detectó rápidamente este fenómeno y se apuró a ofrecer una serie de servicios específicos para solos y solas, desde comidas fraccionadas en porciones individuales congelables hasta departamentos de un ambiente. La reacción institucional más conocida fue la de Theresa May, que apenas asumió como primer ministra británica anunció la creación de un Ministerio de la Soledad, bajo el sensato argumento de que, en un país en donde 200 mil personas dicen no haber hablado con nadie en el último mes, la soledad no es un elección individual sino un drama social que configura un problema de salud pública a la altura del tabaquismo o el abuso de drogas.

El perro es una forma de conjurar el angustiante aislamiento vital de las ciudades globales. Ofrece compañía y cariño a cambio de casi nada: su manutención es relativamente económica y su demanda afectiva, limitada. En línea con lo que Slavoj Žižek identifica como uno de los rasgos propios de la posmodernidad, la posibilidad de obtener dosis de placer sin pagar ningún costo, como sucede con la cerveza sin alcohol, el café descafeinado y la Coca-Cola sin azúcar, el perro lo da todo y al mismo tiempo mantiene su umbral de exigencia en niveles tranquilizadoramente controlados. Alcanza con darle de comer y sacarlo a pasear una vez al día, y ahora ni siquiera eso: la fase mascotil del capitalismo globalizado ofrece paseaperros y alimento balanceado que hacen innecesario incluso ese esfuerzo mínimo. A diferencia del hijo, el amigo y, por supuesto, el esposo/esposa, el perro es la compañía de un ser que es pura entrega, sin molestos cuestionamientos ni fastidiosos planteos de domingo a la tarde.

Nada que objetar al afianzamiento de las relaciones perro-humano, una forma de amor que corresponde comprender y no cuestionar. Sin embargo, desde un punto de vista político resulta interesante preguntarse si no esconden algo más. Si, como sostiene el sociólogo François Dubet, el sentido de fraternidad que forma parte de la tríada humanista de la Revolución Francesa se encuentra en crisis, debilitado por el aumento de la desigualdad, la individuación de la vida colectiva y el egoísmo competitivo que nos impone esta fase exacerbada del capitalismo, ¿el amor al perro no es un intento de compensar este quiebre de los vínculos interhumanos? ¿La empatía hacia algo tan extremadamente diferente a una persona como un perro no es una forma de contrapesar la crisis de los lazos solidarios?

En Las fronteras de lo humano, la antropóloga María Carman advierte sobre la humanización de los animales, la atribución a los cuadrúpedos de rasgos, estados de ánimo y características propias de las personas. Por ejemplo, describiendo a los perros como leales y compañeros, en contraste con los gatos, que serían desconfiados, intrigantes y astutos. De nuevo: nada que objetar, cada uno puede ver en su mascota lo que quiera: un guardaespaldas, un hijo, un príncipe azul. Pero Carman sostiene que esta visión humanizante de los animales corre el riesgo de corresponderse con una visión biologizante de los humanos. Aunque por supuesto no es aplicable a todos los defensores de los derechos de los animales, la antropóloga llama la atención sobre algunas organizaciones que parecen más preocupadas por el caballo que tira el carro del cartonero, que por el cartonero. El caballo, al que se le atribuyen cualidades morales como una cierta nobleza de espíritu, despierta una preocupación que la tracción a sangre (humana) no merece. Esta paradoja llega a su punto máximo cuando se acusa a los cartoneros de explotar a… sus caballos.

En todo caso, más allá de los motivos y puntos ciegos, la sociedad mascotacéntrica se afianza, tal como había detectado tempranamente Jerry Seinfeld. “Juntar la caca de los perros –dice en un célebre monólogo– es lo más bajo que puede hacer un ser humano. Si los extraterrestres un día ven eso a través de un telescopio, pensarán que los perros son los líderes de la Tierra. Si ven a dos seres, uno de ellos hace caca, y el otro la recoge y se la lleva, ¿quién pensarán que manda?”. Pero al menos en Manhattan la juntan: la creciente proliferación de caca en las veredas porteñas es uno de los signos más evidentes y repulsivos de la debilidad de la cultura cívica argentina, que afecta especialmente a grupos vulnerables (niños, ancianos, no videntes) en los que los dueños de los perros –literalmente– se cagan.

Para corregir estos desbordes sociales aquí proponemos una acción más enérgica del Estado. Como creemos en una autoridad pública fuerte, que imponga el poder que le confiere su legitimidad democrática para orientar diversos aspectos de la economía pero también de la vida social, que establezca normas y las haga cumplir, defendemos un endurecimiento de la regulación que ponga fin a la insólita política de laissez faire que, en nombre del cariño perruno, gobierna el mundo de las mascotas. En concreto, sugerimos la creación de una licencia al perro que exija la vacunación antirrábica y que establezca un pago anual que le permita al Estado recuperar parte de lo que invierte en vacunación, esterilización y limpieza de veredas, y que incluso ofrezca estímulos que ayuden a evitar el drama de los perros sueltos (por ejemplo un descuento si el perro está castrado). Con variantes, sistemas de este tipo se aplican en una veintena de países. 

También creemos necesario aplicar un giro punitivista: que el código contravencional de la Ciudad aumente las multas para quienes no recojan la caca de sus pichichos y que el nuevo código penal incorpore la figura de “asesinato con perro” para que, siguiendo la buena jurisprudencia del Tribunal Oral Criminal N 4 de La Plata, castigue con penas equivalentes a la de homicidio con dolo eventual a los dueños de perros de razas peligrosas que matan niños, cosa que ocurre con escalofriante frecuencia: llevar un rotweiller sin correa a una plaza en donde corren chicos de tres años es equiparable a manejar borracho.

Sabemos que es un tema difícil de plantear. Por decisión de Cristina Kirchner, Aerolíneas Argentinas acepta perros… ¡en la cabina! Por disposición de Horacio Rodríguez Larreta, pueden viajar en subte. Estuvieron a punto de ser admitidos en bares y restaurantes hasta que el oportuno rechazo en la encuesta de participación ciudadana organizada por el gobierno porteño descartó la insólita idea. Pero la ex presidente se deja fotografiar con sus mascotas y Macri sentó al perro Balcarce en el sillón de Rivadavia. Oportunistas por definición, políticos de todos los partidos han descubierto que apelar al amor por las mascotas es una forma sencilla, barata y poco conflictiva de conectar con sus electorados: en lugar de endurecer la regulación la aflojan, en una insoportable Moncloa canina que por una vez trasciende la grieta.

* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.