Desde hace años, en las playas se registran procesos de erosión que hacen retroceder las costas superficies considerables, en algunos casos de hasta seis o siete metros. Federico Isla, doctor en Ciencias Naturales e Investigador Superior del Conicet en el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras, analiza ese proceso y traza un diagnóstico de la situación.
–¿De qué manera se han modificado las geografías de las playas argentinas? De acuerdo con algunas publicaciones, en promedio, se pierde un metro de médano por año.
–Es correcto. Como producto de la erosión costera, según la zona de la que se trate, se pierde –aproximadamente– un metro de médano o de acantilado por año. A las tormentas sudestadas –que descargan su energía en la arena– se les suma la obstrucción de la deriva litoral y el transporte de sedimentos que provocaron el puerto y los espigones que se construyeron en las zonas de General Pueyrredon y Alvarado. El sector más erosionado es Parque Mar Chiquita, con sitios que retrocedieron hasta seis o siete metros.
–¿Es posible revertir esta situación natural?
–Lo ideal sería acumular arena en zonas que han quedado desguarnecidas, pero es muy difícil porque se necesitan dragas, es decir, barcos equipados con bombas capaces de absorber agua y arena del mar y expulsarla en la playa. En 1998, por caso, se repobló Playa Grande a través de este método: una posible solución que, no obstante, tiene la desventaja de revertir el proceso natural que ocurre cuando las tormentas erosionan las playas y se llevan la arena hacia zonas profundas.
–Más allá de los ejemplos de “repoblamiento”, el hecho es que a las costas argentinas les falta arena.
–Ello sucede, en parte, porque muchas de las construcciones de Mar del Plata, Pinamar y Villa Gesell se hicieron con arena de la playa, y ello redundó en el desbalance de los paisajes. Basta con visitar estos destinos turísticos en invierno para observar la presencia de carritos y personas que extraen el recurso público y lo trasladan a sus casas, o bien lo conservan para futuros emprendimientos. De esta manera, aunque se multiplican los robos furtivos, el municipio hace la vista gorda. Y no han faltado las oportunidades en que el propio gobierno municipal extrajo arena para proyectos inmobiliarios.
–¿Los concesionarios tienen un rol en la transformación de ese paisaje?
–Por supuesto que también hacen su parte. Mueven arena y la ubican en sitios donde no deberían: la extraen de las orillas en la zona pública y las trasladan a los balnearios, sobre todo, a la parte más alta de las playas. También sucede que, en algunos casos, cuando incorporan arena lo hacen sin tener en cuenta qué tipo específico se necesita (por ejemplo, no se debe colocar arena “fina” donde debería ir una variante “gruesa”). Estas desprolijidades asumen carácter histórico y se repiten de manera invariable. Sin embargo, la diferencia que se exhibe en la actualidad es que las improvisaciones están mejor planificadas. Esta vez, los movimientos en la transformación de los balnearios comenzaron en agosto y, en efecto, aceleran la modificación del perfil natural que se halla en equilibrio dinámico con las olas.
–No solo trasladan arena sino que también construyen piscinas y atracciones, con lo que se acota aún más el espacio público.
–El argumento de los concesionarios es que los turistas quieren veranear en sitios con piscinas. En la zona de La Perla, por ejemplo, caminar por la playa es una actividad prácticamente imposible. Entre las cercas que separan lo público de lo privado y las escolleras, se hace cada vez más difícil. Así, destruyen los espacios públicos y una vez que culmina la concesión (lapsos que se prolongan entre 5 y 15 años) dejan como saldo esqueletos de construcciones inoperantes y asentadas en el medio de la playa. Se conceden licencias sin tener en cuenta las capacidades específicas que presenta cada espacio en particular. Un buen ejemplo es Punta Mogotes.
–¿Qué ocurrió?
–En los 80 se inauguraron los balnearios pero tuvieron un problema de escala. Los licenciatarios invirtieron pensando que todos tenían las mismas dimensiones cuando, en rigor de verdad, respondían a extensiones muy distintas. Algunos habían realizado su inversión por un monto equivalente a 200 carpas y solo entraban 45; otros, que habían invertido el mismo número, colocaron más de 300.
–¿La municipalidad no regula nada?
–Para ser justos, es cierto que en algunos casos actúa bien. Sin embargo, tradicionalmente, como los concesionarios pagan importantes sumas de dinero al Estado, disponen del poder suficiente como para hacer cumplir sus exigencias. Por supuesto que todos los argumentos por parte de los grupos privados se realizan bajo la misma excusa: ofrecer mejores servicios a los turistas, que para una ciudad como Mar del Plata son actores fundamentales. En este marco, si los balnearios más caros del sur cuentan con gimnasios y piscinas, los del norte –como La Perla–, aunque no tengan el mismo espacio –ni sean visitados por familias con un gran poder adquisitivo– buscan estar en condiciones de nivelar la situación y brindar servicios de calidad similar.
–Es decir que los factores humanos son los que más perjudican la belleza natural.
–Sí, se genera una contaminación estética caracterizada por una enorme presencia de basura, así como también por alcantarillados pluviales construidos con el propósito de conseguir drenar las calles y las avenidas costaneras. Estos desembocan en las playas y se mezclan con el barro y los demás desperdicios.
–Veranear en la costa ya no es lo que era antes.
–El problema no solo se corresponde con la costa como espacio de veraneo tradicional. Cuando era chico solíamos jugar al fútbol en Punta Lara, en La Plata, y luego nos bañábamos en la costa. Hoy, con el nivel de contaminación que registran las aguas, es muy peligroso. Son sitios de dominio público que no fueron intervenidos por los sucesivos gobiernos que decidieron no aplicar políticas ni acciones concretas para revertir una situación adversa. Lo peor de todo es que en la sociedad consumista en la que vivimos se aceleran los procesos de contaminación y las playas se pierden a un ritmo frenético. Las aguas de Quilmes también son una muestra de ello. Y en Magdalena los habitantes se alimentan de la pesca del sábalo, un pez que procesa sedimentos y, por lo tanto, incorpora plomo.
–¿Y las aguas de Mar del Plata?
–A pesar de este panorama oscuro, afortunadamente, gracias a la culminación del emisario cloacal de Camet, las aguas de Mar del Plata aún permiten el baño. Ojalá sea por muchos años más.