De Domingo F. Sarmiento a Jorge Luis Borges, de Leopoldo Lugones a Macedonio Fernández, de Roberto Arlt a Ezequiel Martínez Estrada, de Silvina Ocampo a Oliverio Girondo, de Ernesto Sábato a Osvaldo Soriano, de Julio Cortázar a Juan José Saer, la literatura argentina tiene una prolífica historia que aportó grandes nombres que hoy gozan del merecido estatus de “clásicos” no sólo de las letras latinoamericanas sino, en varios casos, de la literatura universal.
Sólo basta con revisar la obra de autores como Osvaldo Lamborghini, Horacio Quiroga, Leopoldo Marechal, Adolfo Bioy Casares, Copi, Ricardo Rojas, Manuel Puig, Alfonsina Storni, Ricardo Guiraldes, Héctor Libertella, Alejandra Pizarnik, Juan Gelman, Abelardo Castillo, Rodolfo Walsh, Andrés Rivera, David Viñas, Haroldo Conti, Rodolfo Fogwill, Noé Jitrik, Ricardo Piglia o César Aira, entre muchos otras destacadas plumas nacionales, para comprobar que tanto en la novela clásica como en la literatura fantástica, en la poesía como en el ensayo, en el cuento como en la dramaturgia, en el “mainstream” como en la vanguardia, la literatura en nuestro país es tan rica como diversa.
¿Una tradición argentina?
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿existe realmente una “tradición” literaria argentina?, y, en este sentido, ¿hay algún rasgo o esencia que la defina identitariamente como “argentina”?
En 1951 Jorge Luis Borges, una de las figuras emblemáticas de la literatura latinoamericana en el “canon occidental” (Harold Bloom, 1994), dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores una conferencia -luego reproducida en 1957 en el libro Discusión publicado por la editorial española Alianza-, cuyo título es precisamente El escritor argentino y la tradición.
Discutiendo frontalmente con los que consideraban a “El Gaucho Martín Fierro” y la literatura gauchesca el inicio de una tradición literaria propiamente argentina, señalaba que “nuestra tradición es la cultura occidental a la que tenemos derecho más que cualquier otra nación occidental”.
Borges valoró enormemente la gran obra de José Hernández, como lo atestiguan las referencias implícitas a ella en varios de sus textos, y con la intertextualidad que plantea el cuento Biografía de Tadeo Isidoro Cruz como ejemplo más acabado de ello. No rehúye en modo alguno al “gaucho”, personaje que lo cautiva, pero al que sitúa en un plano universal y casi ecuménico.
Para Borges, como para sus admirados William Shakespeare o Rudyard Kipling, los laberintos de la literatura no conocen fronteras: “debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”, dirá en la citada conferencia de 1951.
La visión del autor de El Aleph es sin dudas tan interesante como incompleta. Si bien es cierto que el escritor argentino no necesita concentrarse y concretarse exclusivamente en lo “argentino” para ser parte de una “tradición argentina”, ello no debería soslayar el impacto de los factores locales y su imbricación con las influencias de la cultura europea en una nación caracterizada por el aluvión inmigratorio.
Una literatura que se forjó en los conflictos, las disputas, la violencia y la incertidumbre que signaron la historia del país, como dan cuenta muchos de nuestros grandes escritores, parece en este sentido matizar la aseveración tajante de Borges.
Así las cosas, más que una gran “tradición”, estamos convencidos de que existen diversas “tradiciones” argentinas. La literatura argentina es así, casi como metáfora del país, un terreno en permanente disputa.
Y en ello radica precisamente la riqueza y la diversidad de una actividad literaria que, pese a no constituir una tradición unívoca es muy rica, una producción que se reactualiza en cada debate a lo largo de nuestra turbulenta historia como nación, que se reaviva con cada conflicto irresuelto y que crece con cada fractura, como atestigua la historia reciente de nuestro país.
La joven guardia: autores, géneros y editoras.
Tras la debacle política, económica y social del 2001, los grandes sellos editoriales de capitales trasnacionales perdieron interés en la publicación de autores locales. Lejos de provocar una crisis en la producción literaria, una nueva generación de escritores habría de revitalizar la literatura argentina, en gran medida de la mano de pequeñas editoriales locales e independientes de los mandatos del mercado.
En 2005, el crítico literario Maximiliano Tomas, publicaba en Editorial Norma, la antología La joven guardia, que reúne cuentos de autores que por entonces no superaban los 35 años. La antología, que dio a conocer a varios de los nuevos autores que publicarían algunos de los mejores libros de los últimos años, no sólo fue el puntapié inicial de una saga de compilaciones de nuevos autores argentinos (Una terraza propia, escala 1:1, Hojas de tamarisco, etc.), sino fundamentalmente de la circulación y visibilización de una nueva producción literaria argentina.
Selva Almada, Hernán Ronsino, Federico Falco, Iosi Havilio, Mariana Enríquez, Félix Bruzzone, Hernán Vanoli, Laura Alcoba, Pola Oloixarac, Leonardo Oyola, Damián Tabarovsky, Ariana Harwicz, Leandro Ávalos Blacha, Alejandra Zina, Sebastián Robles, Fernanda Laguna, Pablo Katchadjian, son sólo algunos de los tantos nombres de esta nueva camada de escritores que sigue rehuyendo de la categoría de “tradición” y se caracteriza por su heterogeneidad, su originalidad y la siempre saludable diversidad.
A ellos, que en su gran mayoría editaron sus libros en editoriales independientes, habría que sumar también a Claudia Piñeiro, Marcelo Cohen, Samanta Schweblin, Sergio Olguín o Guillermo Saccomanno, entre un puñado de escritores argentinos que no sólo son publicados en grandes editoriales comerciales sino incluso traducidos a varios idiomas.
Eterna Cadencia, Mardulce, La Bestia Equilátera, Notanpüan o Entropía, por citar sólo algunas de las editoriales independientes que, en muchos casos, aunque pequeñas no resignan calidad y buena distribución, y publican tanto a los nuevos autores como algunos ya consagrados.
A estos nuevos sellos se suman algunas editoriales nacidas en los noventa, como la rosarina Beatriz Viterbo (fundada por profesoras de la UNR), Paradiso, Simurg o Adriana Hidalgo, que sobrevivieron al fuerte proceso de concentración y extranjerización del mercado editorial que tuvo lugar en los años de la hegemonía neoliberal, y publican desde entonces narrativas de vanguardia, textos “olvidados” y nuevos autores.
La literatura argentina viene experimentando también en los últimos tiempos un proceso de expansión internacional, que tiene como hitos fundamentales la participación del país en los más destacados eventos literarios a nivel global: desde que Argentina fuera la invitada de honor en la prestigiosa Feria de Fráncfort de 2010, pasando por las participaciones estelares en el Salón del Libro de París 2014, la Semana Negra de Gijón, la Feria de Guadalajara y, este año, en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, la literatura argentina se difunde en el mundo del libro de la mano, en muchos casos, de escritores nacidos después de 1970.
Aunque es discutible que estemos ante un fenómeno cultural que pueda calificarse como una “nueva literatura argentina”, la aparición de nuevas voces y editoriales da lugar a lo que Gabriela Cabezón Cámara -escritora y periodista cultural- no duda en calificar como “un gran boom de los géneros”: del realismo a la novela negra y policial, de la narrativa política a la gauchesca revisitada, pasando por el terror y la novela autobiográfica, la nueva producción literaria reconoce influencias muy diversas e incluye estéticas en muchos casos “irreverentes” que van contra la “norma” de lo establecido.
La universidad y la nueva literatura argentina.
La universidad no está ajena a esta tendencia expansiva que vive la literatura argentina, y que (re)descubre géneros y estéticas diversas.
En este marco, los sellos editoriales de varias de las universidades nacionales dan cada vez más lugar en sus catálogos a la producción cultural y literaria, dando cuenta de un vínculo entre la universidad y el libro que ya excede largamente el de la difusión del conocimiento científico o la producción de materiales para la enseñanza.
La colección Itinerarios de la Editorial de la Universidad Nacional del Litoral, por ejemplo, viene publicando textos de diferentes géneros entre los que se incluyen narrativa, poesía, teatro y ensayo, dando a conocer la producción de autores regionales. También se destaca la colección Literaturas de la Editorial de la Universidad Nacional de Cuyo, que se ha constituido en un espacio dedicado especialmente a escritores de la provincia de Mendoza y la región, entre los que se destacan los libros de ficción, poesía y crónicas.
Entre otras de las colecciones que pueden mencionarse se encuentran la de Nuevas Narrativas de la Editorial de la Universidad Nacional de Misiones; las de poesía, cuentos y novelas de la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata; la de Ficción de la Universidad Nacional de Villa María; y la de Literatura y estudios literarios de la pionera EUDEBA, entre otras varias colecciones ya consolidadas en la producción editorial universitaria.
Sin lugar a dudas, iniciativas muy valiosas, pero que deben potenciarse y expandirse a todo el sistema universitario.
Como alternativa a un mercado editorial comercial en gran medida cooptado por la lógica del “best seller” y la necesidad de alta rotación, y con la posibilidad de llegar a públicos lectores más amplios que los pequeños sellos independientes, las editoriales universitarias tienen así la oportunidad de realizar un aporte clave para la difusión y circulación de las nuevas voces de la literatura argentina y, en particular, de aquellos subgéneros y estéticas vinculados a contextos y realidades regionales a menudo invisibilizadas en la producción editorial porteña.