Marcos camina por la calle que lo lleva de la escuela a casa, una construcción de campo donde tanto él como los suyos viven de prestado, una típica situación de grupo familiar que cuida los campos y animales del verdadero dueño de las tierras. De pronto, desde ambos costados, de manera inequívocamente burlona, pasa un grupo de motitos levantando polvo; sus conductores –chicos del pueblo, que conocen muy bien al muchacho– comienzan a gritarle una serie de improperios, que la banda de sonido no deja discernir, a pesar de su carácter definidamente amenazante. Basada libremente en hechos reales de la crónica periodística policial, según afirma una placa al comienzo de la proyección (el realizador investigó el caso antes de poner manos a la obra en la escritura del guión), la ópera prima del argentino Martín Rodríguez Redondo –que viene de presentarse en la Berlinale, el Bafici y el Festival de San Sebastián– retrata algunas semanas en la vida de Marcos, un chico de 17 años del interior rural de la provincia de Buenos Aires. Dentro de Marcos vive Marilyn, quien pugna por salir en los tiempos libres, cuando las duras faenas del campo han terminado.
Marcos/Marilyn se prueba algunos vestidos que la madre acaba de comprarle a la vendedora ambulante. Pero la búsqueda de su propia identidad no resulta nada fácil en un entorno conservador como el que lo rodea y cada momento de intimidad frente al espejo debe ser protegido de las miradas ajenas. A pesar de ello, en casa todos parecen conocer la situación, y quien más parece comprenderla –al menos, en apariencia– es su padre, interpretado con usual prestancia por Germán de Silva. La madre, en tanto (Catalina Saavedra en un rol árido) es bastante más dura con el hijo menor; sin embargo, deja que le tiña el cabello y le cosa las prendas, situación que se irá haciendo más ambigua a medida que el relato continúe su recorrido. Algo similar ocurre con el hermano mayor, Carlitos, quien parece destinado a seguir los recios pasos de su padre y a quien se le notan los celos a la distancia: Marcos es quien irá a aprender computación y, en palabras del padre, tal vez los termine manteniendo a todos.
Las condiciones económicas y la tirante relación con los patrones –en particular, luego de la aparición en la zona de un grupo de cuatreros– le sirven de marco al realizador para retratar el progresivo descubrimiento del protagonista de sus deseos, al tiempo que el entorno familiar intenta “enderezarlo”. Un hecho inesperado y trágico que toca de cerca a la familia los obliga a reorganizar tanto su vida cotidiana como la laboral, con posibilidades ciertas de un desarraigo no deseado. Al mismo tiempo, la cercanía del carnaval permite que Rodríguez Redondo ponga en pantalla una de las grandes escenas de la película: en pleno corso, el antifaz de brillantina tapando sus facciones, Marilyn baila en la calle con total libertad. Es como si el cuerpo de Marcos se hubiera liberado de unas ataduras invisibles, y ahora pudiera moverse y sacudirse de maneras insospechadas. Más tarde, el debut sexual como herida física y emocional. La violencia, inspirada tanto en el deseo reprimido como en el desprecio por aquello que no se conoce y, por lo tanto, se teme.
“¿Por qué me hacés esto?”, le preguntará la madre. La respuesta, a pesar de su lógica irrebatible, no ofrecerá un camino de diálogo posible: “No te hice nada”. Apostando por un realismo extremo y un consecuente seguimiento de su protagonista, Marilyn echa mano a las elipsis recurrentes como método de concentración dramática, lo cual ayuda a que el relato sostenga su interés de principio a fin. La gran víctima de ese proceso de destilación –seguramente obtenido durante el montaje– es el personaje de la mejor amiga de Marcos, la única persona que parece conocer sus miedos y anhelos más íntimos: Laura aparece desdibujada, apenas una confidente de ocasión cada vez que ofrece trasladar al protagonista a bordo de su moto. Pero es el notable debut en la pantalla del joven Walter Rodríguez en el difícil papel central –quien nunca termina de adoptar el rol de mártir a pesar de sus más que evidentes cualidades simbólicas– lo que termina por darle su potencia a la película. En su rostro se hace evidente el deseo de ser amado tal y como se es, y su consecuencia inevitable, la frustración ante la incomprensión más absoluta.