Si toda terapia o tratamiento para sentirse mejor y superar los propios traumas se pudiera reemplazar por una sola terapia exprés, de pocos días, que consiste en tomar tres pastillas y alucinar un rato, ustedes, ¿lo aceptarían? Maniac se sustenta en esa modesta utopía individual, la de dejar de ser un montón de personas rotas –porque, a quién no le pasó algo, quién no está un poco arruinadx– a través de los avances de la ciencia. Owen y Annie no lo dudan ni un segundo: él (Jonah Hill) es el hijo menor de una familia rica, bastardeado en la eterna comparación con el hermano mayor, apocado, con un diagnóstico de esquizofrenia. La familia copetuda está envuelta en un escándalo sexual y necesitan que Owen, manso como es, testifique a favor de la inocencia del hermano. Ella (Emma Stone) está solísima y es adicta a una sustancia que le hace revivir, una y otra vez, el mismo día: el último que pasó con su hermana, uno que tiene un final trágico pero vale por cada segundo que estuvieron juntas. Su padre, en una tierna metáfora del aislamiento, vive literalmente en el patio de su casa en una cruza de cápsula espacial con cucha de perro. Es el año 2030 en Nueva York y la gente está un poco más sola que ahora, un poco más triste. El mundo de Maniac no se distingue demasiado del presente, y de hecho podría prescindir del retro-futurismo pero no lo hace porque está fascinado con todo lo que alguna vez fue nuevo y hoy es apenas cool: los científicos raros en sus laboratorios de los sesentas, los experimentos locos, las computadoras que sienten y hablan.
Dirigida por Cary Fukunaga (True detective) y basada en una serie noruega, Maniac tiene una fuerte sensación de déjà vu, de algo que fue nuevo en otra década, y quizás el aspecto que más conecta con la sensibilidad contemporánea sea la relación entre Owen y Annie, que se cruzan cuando llegan a Neberdine Pharmaceutical Biotech con su dolor a cuestas y bien escondido. Allí, en una instalación que parece el interior de una nave espacial de la primera Star Wars, se someten un tratamiento conducido por el temblequeante Dr. Mantleray (Justin Theroux), quizás lo peor de la serie en un personaje delirante que no llega a ser gracioso nunca y que en algún momento necesitará el apoyo de su mamá psicoanalista (Sally Field). Con esa rara convicción de que hay algo de interés en combinar apellidos japoneses, pelucas retro y la eterna pregunta adolescente por la realidad o irrealidad de todo (representada del modo más barato posible por alusiones superficiales al Don Quijote, libro que nadie leyó en la serie), Maniac tiene mucha plata encima y cosecha elogios por su dirección de arte a pesar de los diálogos soporíferos y la solemnidad que lo recubre todo.
Lo más importante es que durante este tratamiento con pastillas denominadas A, B y C, Owen y Annie comenzarán a conectarse mentalmente para participar cada unx en los sueños del otrx. Esto da lugar a una cascada de capítulos ambientados cada uno en un mundo distinto, donde ellos representan diferentes personajes y atraviesan realidades distintas como Leonardo DiCaprio en Inception (2010) de Christopher Nolan o en La isla siniestra (2010) de Scorsese, dos enormes ejemplos de películas horribles. Maniac comparte ese espíritu pretencioso y plomizo, a pesar de que uno de sus temas es el poder liberador de las ficciones, de las fantasías, y además tiene a Emma Stone forzando intensidad como en los peores momentos de Birdman (2014) y a Jonah Hill muy preocupado por no correrse de un personaje que es la nada misma. Todo esto, eso sí, con un tierno final que de todas formas hace pensar que Owen y Annie se han curado porque se hicieron amigos, con lo cual todo el rebusque anterior era más bien prescindible.