“Este es el momento, y esto es lo que ella hace, esto es lo que ella es”, canta Nick Cave, y un coro multitudinario y afinado lo acompaña en la letanía, en ese “Rings of Saturn” que es parte de un disco tan desgarrador como Skeleton Tree y es el broche perfecto para una velada imborrable. Hay un lugar común que se aplica a la Argentina y que al australiano le calza tan bien como el traje negro: Cave tiene todos los climas. El show en el Malvinas fue la prueba, de la reposada belleza de una melodía al piano al vendaval de una banda desbocada, de la cadencia hipnótica a la interpelación punk. La caricia y el bofetazo, la canción que, como “Red Right Hand”, lo incluye todo al mismo tiempo, el aire cool festoneado por campanas y una explosión que hace estallar los sentidos.
Ya no tiene sentido preguntarse por qué hubo que esperar 22 años desde aquel triplete en el teatro Opera, en el Festival Alternativo de Ferro y en Dr. Jekyll. Aquel reducto de la calle Monroe es hoy un supermercado chino pero Cave sigue siendo Cave, un artista comparable a nadie, un artífice de canciones con tantas capas y tantas dimensiones que siempre tiene algo para descubrir. Estos Bad Seeds no son los mismos de 1996, pero es un asunto solo de nombres. La banda que sube al escenario es parte integral y esencial de la experiencia Nick, una maquinaria capaz de disparar momentos de pura, absoluta y disfrutable demencia: la versión hipertensa, épica, inolvidable, de “From Her To Eternity” provocó el enésimo gesto colectivo de incredulidad, un imaginario golpe de mandíbulas contra el piso. El trabajo de demolición de “Jubilee Street” o “Do You Love Me”, la epifanía de “Loverman” -rescatada de Let Love In, ese discazo- fueron solo algunas perlas de un trabajo soberbio. No hay Cave sin las Bad Seeds y no hay Malas Semillas sin Nick: en esa perfecta simbiosis puede encontrarse otro resumen de por qué el show del miércoles se sitúa bien alto en el historial de lo visto en la Argentina en materia de espectáculos internacionales. En este y en cualquier año.
Porque Cave tiene a un partícipe necesario, alguien en quien hay que detenerse un poco para entender qué pasó en el Malvinas. Lo que hace Warren Ellis es descomunal, una usina de sonidos que da otras dimensiones a canciones de por sí riquísimas. Reemplazar el piano inicial de “The Weeping Song” por el violín, y hacer que este lleve el pulso, es un hallazgo que además se complementa con Cave metiéndose entre el público para cantar esa gema de The Good Son que declara sus intenciones desde el título y, a pesar de ser “una para llorar”, adquiere estatura de hit en un público a esa altura ya entregado. ¿Cuántos shows le aguanta el violín al gran chamán Ellis, que en “From Her To Eternity” lo castiga como a una Stratocaster y aquí le arranca un sonido orillero, como cascado, para ponerle el esqueleto a semejante canción?
Y eso que la noche arrancó con complicaciones: apenas después de la apertura de “Jesus Alone”, cuando Cave y Jim Sclavunos se embarcaban en una sentida versión de “Magneto”, el sonido se plantó y se temió lo peor. Nada que preocupara a Nick, que apenas se resolvió el incidente técnico retomó la canción y apenas unos minutos después tenía a todo el estadio cantando el coro de “Higgs Boson Blues”. Porque como si todo lo demás no fuera suficiente, el hombre mostró además una formidable capacidad de conducción, que le permitió organizar al público en coros complicadísimos, dirigir esa Canción de Llorar desde la platea o hacer subir a unas cincuenta personas al escenario para la andanada final con la soberbia versión de “Stagger Lee” y “Push The Sky Away”, capaz de conmover a un ladrillo hueco. Y también, cómo no, dejar a un lado toda expresión grandilocuente y sentarse al piano para “Into My Arms”, quizá una de sus canciones más hermosas, o cruzarse con la flauta de Warren en “Shoot Me Down”: fue en el segmento de clima más relajado, cuando era necesario bajar un par de cambios porque todo era demasiado intenso... y Cave es un tipo que sabe de manejo de tempos.
Por eso al final todo fue pura y feliz rendición. Ante el pedido de la gente, Nick reconsideró su decisión inicial de quitarla de los bises y, tras arrasar de nuevo con “City Refuge”, concedió “The Mercy Seat”: ante lo que sonó en escena, hubiera sido un crimen que no la tocara. Cerca de las dos horas y media de show, entonces, llegó ese final de hechizo, ese coro colectivo, esa sensación de satisfacción total. Podía ser La Paternal o los anillos de Saturno: el efecto de esa potente voz, ese sonido embriagador, esos directos a la mandíbula en forma de oleadas sonoras, suspendían toda referencia. Toca Nick Cave, canta Nick Cave y el universo se detiene a escuchar. Nunca una mala semilla dio tan buenos frutos.