Aunque desde el prejuicio esta idea de Disney de reconvertir a sus clásicos animados en películas interpretadas por actores reales pueda tener aroma a curro, la realidad es que la apuesta ya le rindió varios plenos al estudio del ratón más famoso (criaturita que, comentario al margen, cumplirá 90 años en un mes). De esta veta, de la que ya extrajeron versiones exitosas de La Bella y la Bestia o El libro de la selva y de la que saldrán otras como Lilo y Stich, Aladino o Dumbo, ahora llega Christopher Robin, un reencuentro inolvidable, dirigida por Marc Foster. Se trata de la adaptación del universo del Bosque de los Cien Acres, habitado desde siempre por la tierna pandilla de muñecos de peluche que integran el lechoncito Piglet, el burro Igor, Tigger el tigre y, por supuesto, el afamado osito Winnie Pooh, entre otros. Y una vez más el paso de la dimensión animada al plano real vuelve a funcionar, confirmando el buen tino de los actuales responsables creativos del estudio.
A diferencia de algunos de los títulos ya estrenados, que simplemente vuelven a contar la historia original pero en un formato distinto, Christopher Robin retoma la vida de los personajes varias décadas después, con el protagonista (ese nene que imaginaba un bosque en el que sus muñecos cobraban vida) ya convertido en adulto, casado, con una hija y abrumado por las responsabilidades del mundo real. La película comienza con una escena que funciona como exclusa para unir estos dos universos. En ella el pequeño Christopher se despide de sus amigos, ya que será enviado por sus padres a uno de esos colegios pupilos que son un clásico del imaginario británico.
La escena marca varios cortes que serán importantes para lo que sigue: el final de los caminos conocidos. Uno de esos caminos es el de los propios personajes, que hasta acá siempre convivieron con la niñez de Christopher y, por lo tanto, conciben al mundo por lo que les llega de él a través del chico. El otro es de la propia infancia. El camino de esa pérdida de la inocencia está narrado de forma concisa y eficaz durante la larga secuencia de títulos, donde a través de un montaje paralelo se retratan los recorridos divergentes de uno y otros. Por un lado Christopher, convirtiéndose en adulto, casándose, yendo a combatir a la Segunda Guerra Mundial mientras su mujer se queda en Londres embarazada, para regresar herido años más tarde y recién ahí conocer a su hija Madeline. Del otro Pooh y sus compinches, repitiendo el ciclo de sus rutinas en un bosque cada vez más gris, a la espera del regreso de aquel niño que le daba sentido a sus existencias. Un niño que ya no existe.
El salto se produce cuando el Christopher adulto se ve superado por una realidad oscurísima. Convertido en gerente de una fábrica de valijas y a pedido de sus jefes, el ahora hombre debe ajustar el presupuesto de producción y decidir a qué empleados echar. Que la historia transcurra en la Inglaterra de posguerra le aporta verosímil al paisaje social que sirve de fondo a la historia y a la vez completa el cuadro que coloca al protagonista, en la piel de Ewan McGregor, en el centro de la famosa crisis de la mediana edad. Es ese estado de vulnerabilidad el que produce una brecha fantástica por la cual Pooh se cuela en el presente, para venir en auxilio de su viejo amigo.
En este nuevo escenario, en el que un Christopher desencantado por el peso del mundo real se ha convertido en un ser pragmático en el peor sentido, la figura de Pooh funciona de alguna manera como el Chauncey Gardiner de Desde el jardín (novela de Jerzy Kosinzky, película de Hal Ashby). Abrumado por la irrupción de su mundo imaginario, el hombre no termina de entenderse con su viejo osito, quien le habla con las frases cándidas que compartían en el idilio de la infancia, pero que ya no significan nada para él. La incógnita reside en saber si el adulto grave en el que se convirtió Christopher podrá recuperar algo de esa levedad, la que le permitió construir aquel paraíso perdido.
Filmada de forma clásica, utilizando una paleta de colores arratonados muy útil para crear ese ambiente de desván viejo en el que transcurre el relato, Christopher Robin se sostiene en un tono de melancólica nostalgia que de manera oportuna es sacudido por calculados golpes de humor. Buena parte de la responsabilidad en la puesta en escena de esa fórmula se la lleva la historia creada por Alex Ross Perry, uno de los guionistas, quien es más conocido por su potente obra como director, que hace unos años lo trajo de paseo por Buenos Aires como uno de los invitados de lujo del Bafici.