Hoy venía pensando, o más bien haciendo saltar ideas alrededor de la palabra “birthday”. Hoy es mi “birthday”. La traducción “cumpleaños” es muy mala. Es mejor la literal: “día del nacimiento”. No tengo el menor recuerdo de mi día de nacimiento, ni tampoco de mi primer año de vida. Nací de usted, mamá. Y de papá, claro. Sí me parece tener en cambio un registro mínimo de su cara en aquel entonces: despejada, hermosa, con gran cabellera, y una mezcla de suavidad y capacidad de aguante que seguramente tiene que haber enloquecido a papá. Lanzado, arriesgado, tipógrafo e itinerante, papá podría haber caído en cualquier aventura en aquel país remoto en el tiempo donde circulaban todo tipo de aventureros y aventureras, no solo locales, sino también de muchos otros países del mundo. Imagino una pasión loca de papá por alguna mujer polaca, por ejemplo, su desesperación por no poder comprenderla. Pero veo con claridad porqué esa pasión quedó enredada en cambio en usted, mamá. Porque a la belleza y las ganas, se sumaba un marco totalmente distinto: sus padres, mamá, y sus hermanos, significaron sin duda un desafío de alto nivel para papá, que en ese entonces buscaba un sitio donde por fin apoyar el culo, después de tantos trayectos y carambolas. A papá le gustaban las cosas difíciles más que las fáciles, cuando tenía que encarar algo.
Ese aparente recuerdo de usted, entonces, viene de haber visto fotos suyas, mamá, más o menos de la época en que se enamoraron con papá. Y ahora, tantos y tantos años después, cuando papá ya ha muerto y usted hace lo que puede con sus casi 90 años en un geriátrico de la que yo llamo ciudad natal, ese recuerdo viene también de la carta que en una recopilación de la correspondencia de papá, hoy poeta relativamente famoso, cuenta justo el momento en que los tres nos fuimos de la ciudad natal por así llamarle histórica, geográfica y burocrática cercana a la cordillera de los Andes, a la otra ciudad natal, la auténtica.
Muchísimo después yo también fui padre. Y mucho después aún, mi hija fue madre. Y en cuanto alcé a mi nieto en el sanatorio me pegó fuerte algo en la totalidad del cuerpo, sin pasar de manera precisa por el corazón o el cerebro, órganos totalmente afectados a partir de unos días después. Ahí en cambio, en el hospital, de manera invasiva y completa, sentí que era abuelo de ese pibe tan pequeño, tan cabezón, tan sonriente incluso. Estaba tan empapado en esa ola de reconocimiento primitivo, arcaico, que ni siquiera percibí que él sonreía, se reía. Me lo hicieron notar los que estaban en el mismo cuarto. Como en una guerra eterna, yo estaba en la segunda línea de trincheras, detrás de los padres, que estaban en la primera. Tanto unos –padres– como otros –abuelos– podíamos retroceder, negarnos, claudicar, desertar, como suelen hacer a veces los soldados, o los padres, o los abuelos. Usted no lo hizo en su momento, mamá, ni tampoco mis abuelos, tanto los padres suyos, como la abuela que había sido la madre de papá (que había perdido al padre de mi padre cuando él era muy pequeño): todos habrán sentido -o no- lo mismo que yo, la sorpresa ante el modo en que caía encima de ellos como un montón de ladrillos esa sensación de cosa milenaria clarísima, no explicable por el cerebro analítico o el corazón apasionado, sino transmitida por todo el cuerpo, por el cerebro anterior, animal, todavía no dedicado al lenguaje.
Cuando quiero recordar alguna época de usted, mamá, puedo hacerlo a través de fotografías. O, menos mal, por el recuerdo simple. En este caso se trata de usted ya madura, tranquila, madre sucesiva de seis hijos. No soy un coleccionista de fotos, ni siquiera familiares. Pero tengo docenas de fotos de usted con papá, con él y los hijos ya grandes, reunidos en la ciudad natal en cumpleaños o fiestas de fin de año. Rara vez aparece usted sola, mamá. Pero sí en el recuerdo concreto. Si doy la orden “mamá” al archivo del cuerpo, de la carne, del cerebro, se me aparece en seguida la imagen de usted sorbiendo la bombilla de un mate, actividad frecuente en usted, a lo largo de toda su vida. Me invade de inmediato una sensación de bienestar, de agradecimiento. Es muy curioso pero digo frases parecidas a las de mi nieto. Me tienta decir, refiriéndome al recuerdo (que nadie ve sino yo, por dentro): “Esa es mi mamá”. Así como mi nieto usa toda la carga del afecto y la admiración cuando habla tanto de “mi mamá” como de “mi papá”. Como es lógico a mí me pasa lo mismo, pero aquí estoy hablando de usted, y no de él, de mi papá, sobre quien ya escribí un cuento “real” y algunos poemas.
Un escritor de Buenos Aires se explayó sobre la dificultad de escribir sobre la madre, en vez de sobre el padre. Hasta cierto punto tiene razón, supongo. En mi caso es cierto que realizamos tantas actividades prolongadas en el tiempo (un negocio de imprenta, una revista de literatura) con mi padre, que me cuesta menos acordarme de instancias de él, concretas. Era además, como suele ocurrir con los varones, definido en sus expresiones faciales o verbales, en los gestos de las manos, que había ido aprendiendo a través de incontables trayectos por el mapa de nuestro país, en su lejana juventud. Y después en la crianza sucesiva de los hijos, en su pasión por darnos algún tipo de alegría a cada uno de nosotros, llegado uno detrás del otro. En cambio cuando aparece usted, mamá, su rostro y sus palabras tienen la continuidad del afecto, incluso del afecto cuando se vuelve furia materna, por desobediencia tozuda o claramente absurda de cualquiera de sus hijos, incluido yo mismo.
La madre de usted, mamá, mi abuela, a veces dejaba que la furia materna la invadiera por completo. Castigaba directa y duramente. Lo recuerdo con claridad por algunas de las vacaciones que pasábamos en su casa de un pueblo perdido. Hay una palabra simple que usan los niños, y que usé yo también en aquel entonces. Suele decirse con tono acusatorio, o susurrada, para no recibir más castigo, cuando se emplea con la madre o con la abuela: “mala”. Nada más, al menos en mis épocas de niño (hoy todo niño es más creativo o hiriente con los insultos, a medida que crece). A la abuela yo se la decía con todo el peso del sentido. Cuando se la aplicábamos a usted, mamá, creo que todos la usábamos en cambio de manera liviana, matiz del tono que usted a veces no captaba, y se enojaba un poco más. Porque los castigos pesados, incluso físicos, corrían por cuenta de papá, cuando volvía de su trabajo demoledor de muchas horas en una imprenta. Usted le hacía un racconto rápido pero preciso de cómo nos habíamos portado. Y en algún momento papá juzgaba, asentía con la cabeza, y salía de donde estuvieran conversando los dos –la cocina, el patio– para buscarnos y aplicar el castigo. A diferencia de usted, mamá, papá nos dio miedo en un par de ocasiones. Es cierto que había sido en días donde nos habíamos portado como verdaderos bandoleros descontrolados con usted, mamá, y que en alguna de esas pocas ocasiones nos merecíamos la paliza, el encierro, la negativa del afecto de papá. Pero también que en algún ejemplo aislado la intensidad no provenía del crimen infantil, sino del cansancio infinito con que a veces volvía del trabajo mi padre, mi papá, para encontrarse con la tarea demoledora, agobiante, de juzgar a uno o más de uno de sus hijos.
Hace pocos años escribí un poema sobre usted, mamá. O más bien sobre la dificultad de escribir sobre usted. Lo hacía girar alrededor de un hecho de la infancia. Me decía a mí mismo en segunda persona que si alguna vez hubiera querido escribir, como un director de cine español, todo sobre mi madre habría comenzado con una escena de la infancia lejana, aunque no tanta como para que no fuéramos ya al menos cuatro hermanos. Para ese entonces, mamá, ya usted usaba una fortaleza tremenda para ir de compras por el barrio, para hacer de comer, para educarnos contra la bestialidad supina del barrio mismo, para leernos en voz alta, o incluso para pedirnos cosas que nos sacaban de quicio, como esa exigencia católica profunda (usted siempre fue una creyente profunda, mamá: nosotros no) de que compartiéramos con amigos o incluso apenas conocidos del barrio de más o menos nuestra misma edad, alguna golosina o algún juguete, sin que ni siquiera nos lo pidieran.
En el empleo de esa fortaleza usted había salido ese día temprano a una actividad central, comprar la leche, rodeada por otras menores. Y en sus trayectos por el barrio había perdido la llave con la que nos defendía contra las potencialidades negativas de aquel barrio bravo: robos, entradas con fractura, puro miedo a veces. Era, además, un día de lluvia violenta, y usted, mamá, no según mi recuerdo sino según el recuerdo de aquella especie de leyenda familiar que yo decidí conservar, se puso a buscar las llaves bajo el agua, sin encontrarlas. Que no me vengan después con grandes escenas cinematográficas (incluso las de aquel director español) que mezclaran la épica más lograda y sentida con una madre. Ni siquiera aquel travelling genial de aquel director ruso que mostraba a una madre a cargo de una imprenta soviética a quien de pronto le avisaban de una errata letal y que avanzaba con su carácter sufriente pero también implacable bajo una lluvia peor que la del día de las llaves, una lluvia de cine, para hacerse cargo del compromiso, la responsabilidad terrible del error ante la nube tóxica y cotidiana del poder.
Ahora yo, mamá, estoy tan en las gateras, a punto de salir, como usted misma ahora, o como mi padre en los dos o tres años antes de morir. Es el precio relativo de tener esa suerte de que tus padres vivan más allá de los ochenta años. Es inevitable que uno masculle posibilidades cuando uno de ellos, en este caso mi padre, se debilite, se desdibuje, no se acuerde de nada por imposibilidad, cosa que yo en cambio puedo seguir haciendo con usted misma, mamá, gracias sean dadas a su Dios, mamá.
Recuerdo que en la familia había mitologías, leyendas, mamá. Que cada uno cumplía un papel, con la rigidez de una estúpida y mala obra escolar. Uno de los hermanos era el que sabía de cosas tecnológicas, como arreglar un enchufe o una moto Yamaha. Otro era el alegre, creador y dicharachero, para siempre. Y usted, mamá, por un consenso elaborado por los varones –que éramos mayoría– sabía poco de cosas tecnológicas o prácticas que no tuvieran que ver con el estricto manejo de la casa.
Por suerte quedan esas fotos, esas cartas. En la misma donde papá contaba la partida de mi ciudad natal burocrática y geográfica junto a la cordillera, contaba también que el traslado a lo largo de muchos cientos de kilómetros en tren, incluía entre los implementos del hogar un piano, el que usted usaba y siguió usando para dar clases y darse el placer de tocar en especial algunos temas clásicos o algunos tangos a modo de descanso. Pero lo que contaba papá, además, era que la tarea de fabricar un envoltorio de tablas para ese piano, tarea que lo tenía un poco atemorizado, fue hecha con indicaciones de usted, mamá, como una pionera del Oeste norteamericano que va a atravesar las grandes planicies munida nada menos que de semejante instrumento musical gigante. Y que cuando terminó de hacerlo, sintió él cierta confianza de que el ordenado y gigantesco amasijo de teclas, de cuerdas sonoras y de acordes aguantaría el envión tan prolongado y terminaría sonando –como sonó en toda mi infancia, y luego nuestra infancia– en la otra ciudad natal, la verdadera.
Hace poco uno de los hermanos envió una tira de fotos por medios electrónicos. Había una sola de usted, mamá, hoy, que de inmediato me pegó como me pega el primer momento cuando vamos a verla al geriátrico con uno de mis hermanos o con la hermana que me queda viva, y usted tiene la inmovilidad de una foto, pero ahí, en lo real, solo hasta que empieza a desentumecerse. ¡Ay, mamá, pobre!, no puedo dejar de decirme cada vez, un poco abrumado, en el último par de años. Ya está usted transformada en algo distinto, donde late sin embargo, en esa cara comprimida por la simple edad, que desde hace años ya no habla, el mismo gesto de mirada despejada, directa, con que nos miró durante décadas sobre todo a papá pero también a cada uno de sus hijos, queriéndolos, intentando con intensidad modificarlos, apenándose cuando no lo lograba, y siempre con una sonrisa limpia, despejada, que alimentaba la de papá, a veces más difícil (el hombre que trabajaba, que castigaba, que a veces se hartaba de aguantar). Ya no palabras, ya no risas, pero sí, todavía, sonrisas. En ese lugar de cuidados relativos, cambiantes, que es un geriátrico, donde si no se ejerce un control filial de presencia, el rostro de usted, mamá, y el cuerpo, comprimiéndose, dejando de comunicarse por desgaste progresivo más que por enfermedad, como papá, terminaría por disolverse.
Ay mamá, pobre: la frase, lo reconozco, de un hijo hasta cierto punto cobarde, que piensa que una mamá que ha sido tan creyente con tanta profundidad durante tanto tiempo, a diferencia de uno, que no sabe muy bien en qué cree, aunque sí que cree en algo, efecto inevitable de ser hijo de usted, mamá, y de papá, merecería otra cosa. Un hijo al que le cuesta cada vez más ir a verla, y que desearía que algo de la hilera de cosas en las que cree mi mamá, con tanto tiempo transcurrido, la Virgen de los Milagros por ejemplo (a quien mamá le agradeció siempre cada cosa que encontró cuando la creía perdida, cada vida que se salvó en el anca de un piojo en el círculo de familiares, amigos y conocidos), o incluso el propio Dios, tendría que enviar un grupo de ángeles que la tomara de las axilas, la levantaran y se la llevaran al cielo de una vez sin tanta historia, con esa sonrisa aceptante, creyente, que trató de comunicar con menor o mayor fortuna a sus hijos. Mi mamá se lo merece de sobra, mamá.