“En todas la cosas existe algo inexplorado”, escribió Guy de Maupassant en sus ya célebres reflexiones en torno a los consejos de su maestro Gustave Flaubert. “La menor cosa tiene algo desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol y a ningún otro fuego”.
Desde esa perspectiva podría decirse que Betina González aborda los cuentos que integran El amor es una catástrofe natural. La extrañeza de lo cotidiano que terminó de afianzarse como búsqueda estética en América Alucinada, ahora por fin se revela como lo que fue siempre: una manera particular de ver el mundo Al fin y al cabo es eso a lo que llamamos estilo en la literatura. En el cuento que lleva el título del libro, la extrañeza se impregna en el aire como una amenaza latente que se insinúa desde un principio como algo sobrenatural. “Dicen que hay una hora en que las personas de este pueblo enloquecen”. Pero las explicaciones irán variando según la propia visión de sus habitantes o el lugar donde se construyen los discursos de poder; el miedo es un gran mecanismo de control y la paranoia social su primer síntoma. “Los casos más espectaculares salen en el diario local, en una sección llamada ‘Angustia crepuscular’. Psicólogos, sociólogos y pastores han intentado hallar una explicación que no alarme demasiado a sus habitantes. Nadie quiere pensar que forma parte de una falla masiva de lo humano, que por algún fenómeno atmosférico todo lo bueno y lo bello puede desaparecer por un breve pero fatal lapso de tiempo”, dirá la narradora, una mujer recientemente separada de su pareja que comienza a dar clases de gimnasia motivada por programas de televisión. Las clases son una excusa como cualquier otra; de algún modo la mujer tiene que integrarse a ese lugar al cual no pertenece del todo y por eso mismo es capaz de observar su entorno con la distancia propia del extranjero que no termina de asimilar una idiosincrasia que le resulta mucho más que distante.
Ya estamos inmersos en el universo literario de Betina González, su capacidad para generar climas de tensión agobiantes, invertir lo familiar o tensarlo hasta que algo se quiebre por medio de un diálogo, acaso un detalle descriptivo como una pincelada o una revelación que parece provenir de un pasado remoto para ubicar pronto al lector en un presente determinante (la virtud de todo gran cuentista radica en dar la impresión de que no existe otro final posible), como sucede en “El llamador”, cuento estructuralmente perfecto que se desarrolla a partir de un diálogo entre un padre y su hija mientras caminan hacia el pasado para detenerse recién en un punto de inflexión donde la historia merece ser ajusticiada. La extrañeza a la que nos referíamos antes podría definirse metafóricamente como una especie de sincretismo literario inaugurada por Betina González, zona donde radica su mayor originalidad, su virtud de narradora excepcional. La autora de Las poseídas absorbe algunos aspectos culturales de cierto sector de la clase media norteamericana y los pone en diálogo de manera subrepticia con su tradición literaria, siempre a partir de una renovada perspectiva (la narradora de El amor es una catástrofe natural) y así surge uno de los grandes temas del libro, elaborado con diversos registros y técnicas narrativas: la niñez y su vulnerable inocencia frente al comportamiento hostil de los adultos. Así ocurre en “Los que persiguen tormentas”, donde el supuesto abandono de una niña en un globo aerostático se convierte en espectáculo como consecuencia de la fama mediática del matrimonio. Hay cuentos donde el abandono alcanza una ferocidad atroz; “Modos de matar a un niño”, por ejemplo, tan bellamente escrito desde la interioridad de su personaje que resulta memorable, donde un joven ambulanciero será testigo de una muerte que obliga a reflexionar sobre la naturaleza del género humano. Algo similar sucede en “Aprender a nadar” título que no previene sobre la inconciencia trágica de los adultos a la hora de cuidar a los niños de los peligros a los que están expuestos.
El escenario del bosque como lugar de abandono se torna remembranza de los clásico cuentos infantiles, en “Corazón del bosque” y así surge otro de los grande temas del libro que recuerda aquella frase de Sartre sobre aquello de somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros, presente en muchos cuentos pero sobre todo en dos ligados temáticamente entre sí y sin duda de los más logrados: “La joven sin atributos” y “La preciosa salvaje” donde se narra la vida de Leila Ott y su madre, Amelia, al momento de que son separadas judicialmente por maltrato infantil. Amelia en la cárcel funda la Iglesia de la Luz Natural de los Alvarios de Sonora (“¿Cómo nadie había pensado antes en una Iglesia que contemplara lo que otras consideraban crímenes y pecados como obra de la naturaleza humana?”) mientras la pequeña Leila crece desde un lugar muy distinto al común y se convierte para algunos en un caso digno de observación, espectáculo y bibliografía. Para otros, sobre todo para el lector, en una historia que despliega múltiples connotaciones para pensar la educación, el amor, el lenguaje y su vínculo con el pensamiento, la tradición y la cultura.