En 1995 empecé a estudiar Comunicación Social, a pesar de que quería estudiar letras, convencido de que el periodismo (un visionario) tendría más salida laboral que una carrera que me condenaba a ser docente, en pleno menemismo. Piglia dice que a todos nos gusta el psicoanálisis porque amamos la posibilidad melodramática de ser príncipes abandonados al costado de un camino: mi padre siempre se creyó un príncipe, aunque se dedique a la venta ambulante, y aunque yo tenía que caminar cincuenta cuadras porque no tenía para tomar el colectivo, también me creía un príncipe cuando entré a Comunicación. Había leído diez libros más que el promedio de los estudiantes y andaba por las aulas con una altanería incomprensible, apestando a sudor pero convencido de que los demás me debían algo, así que en cada discusión pública actuaba como si viniera del futuro y ya tuviera todas las respuestas. Tenía diecisiete años y creía que mi cuerpo era desproporcionado de tal forma que si me cortaba el pelo se notaba mucho, así que no me lo cortaba. Pero como tenía  una especie de afro me lo ataba con agua y una gomita, y el rodete resultante guardaba el mismo hedor que un estanque sin desagüe. Era virgen como María, o mucho más. 

La profesora del curso, a todo esto, era FM: una mujer de treinta años, y era todavía más altanera. Como una forma de estimular al estudiante, se jactaba en clase de haber conseguido gracias a “la Academia” (era la primera vez que escuchaba ese término) comprarse todo lo que su consumismo le imponía, en virtud de ser beneficiaria de no sé qué beca. Me parecía una mujer repelente y odiosa, aunque su mordacidad y agudeza me resultaron sorprendentes: era la primera vez en la vida que alguien decía cosas que no hubiera imaginado, y a pesar de que me aterrorizaba el espejo que me ofrecía su vida (¿podría ser algún día como ella o fracasaría, como era probable?) la escuchaba con una fascinación incómoda. Una vez discutí en clases con un alumno que era hijo de desaparecidos y caía a la facultad en un Jeep, el héroe de las mujeres: él estaba convencido de poder herir a un supuesto “sistema” del que hablaba como si fuera su vecino, y yo le respondí que el tal “sistema” mutaba hasta transformar en mercancía cualquier agresión. Cuando enfurecido empezó a gritarme le pedí jocosamente que no se pusiera así, porque si no íbamos a tener que arreglarlo a la salida. Hubo carcajadas, incluso de FM. Al otro día falté porque tenía una changa: repartía la guía telefónica a cinco centavos por unidad, y les pedía “colaboraciones” a los vecinos que me la recibían. Cuando volví a clases FM me dijo que era bueno que hubiera vuelto, porque las clases no eran lo mismo cuando yo no iba. 

¿Era yo un príncipe abandonado al costado de un camino? Mientras los demás hacían sus tareas semi escolares, FM venía a hablar conmigo de música, de libros, de cine. Había una especie de rumor alrededor de esa relación, pero yo no entendía lo que pasaba. En el examen final llegué sin estudiar y ella me dijo en la puerta que no me preocupaba, porque yo “brillaba”. Entré lleno de confianza y saqué un miserable siete. En la firma de libretas, ella me llevó en préstamo La traición de Rita Hayworth, sobre la que había hecho su tesis de licenciatura y que yo desconocía absolutamente. Cuando le pregunté cómo hacía para devolvérselo, ella me respondió que aunque fuera inadecuado, me anotaría su teléfono. Tenía un reloj de Garfield plateado que, me aclaró, era de su hija. 

Leí el libro como si desarmara un reactor nuclear y cuando lo terminé llamé por teléfono a su casa, y me atendió la voz desganada de un hombre que se identificó como su esposo. 

Sin embargo, a la salida de las clases de la materia que ella dictaba en el primer año de la carrera, íbamos a merendar juntos siempre acompañados por un ayudante alumno que parecía un chaperón. La situación dejaba al otro tipo tan perplejo como a mí. 

Una tarde fuimos solos y ella me preguntó si tenía ganas de ir al cine. Le dije que sí, conteniendo las ganas de decirle que tenía ganas de mudarme con ella al otro día. Me dijo que  había en cartelera una película promisoria, Tiempos violentos (Pulp Fiction). Fuimos en taxi hasta el centro desde la Ciudad Universitaria y entramos en un cine que olvidé, y entonces empezó Pulp Fiction. Lo que pasaba en la pantalla era una conmoción: la película estaba dividida en capítulos, los personajes hacían chistes sobre su condición de personaje, John Travolta estaba gordo, minutos y minutos de metraje se iban en conversaciones sobre las diferencias entre los McDonald’s europeos y yanquis, Samuel Jackson recitaba un versículo de una Biblia desconocida antes de matar a un descarriado y zafar milagrosamente de un tiroteo, un portafolio brillaba, un personaje muerto reaparecía en la escena siguiente, Uma Thurman tenía una sobredosis y le inyectaban adrenalina, Christopher Walken guardaba un reloj en su culo para que le llegara a Bruce Willis, que terminaba matando a unos perversos que violaban a un gigantesco gángster negro en un calabozo. Lo que estaba pasando en la pantalla no lo había visto nunca, estaba completamente asombrado, sentía que había estado esperándolo. No recuerdo haberme vuelto a sentir tan entusiasmado en un cine, a pesar de que las últimas películas de Tarantino me parecen ejercicios manieristas e inertes genialmente ejecutados. Pulp Fiction, sin embargo, me voló la cabeza, hasta el punto de no darme cuenta de lo que pasaba al lado mío. 

Y lo que pasaba al lado mío es que FM lloraba. Las lágrimas le caían por las mejillas, perfectas como bolas de vidrio, e hipaba en silencio. Eran las tres de la tarde y en el cine estábamos casi solos. Desviando la atención de la película le pregunté, aterrorizado y sin querer hacerme cargo, qué le pasaba. Tardó en hablar, y cuando lo hizo me dijo que yo le había salvado la vida. Que no podía decirme por qué, agregó, y me agarró la mano con fuerza. La revelación me cayó como un mazazo en la cabeza y la verdad es que no sabía qué hacer con eso. 

La película terminó, ella se levantó y yo le dije que quería quedarme un rato solo para pensar. En realidad había ido con el pelo mojado y sin atar: después de la larga proyección, era probable que pareciera el más porrudo de los Jackson Five, y no quería que ella me viera de esa manera. 

Pulp Fiction sigue siendo una de mis películas favoritas.


Flavio Lo Presti nació en Córdoba, en 1977. Es profesor en Letras Modernas por la UNC. Es docente y escribe para distintos medios especializados en periodismo cultural (Ñ, Número Cero, Coso). Durante ocho años escribió en La Voz del Interior una columna autobiográfica de la que salieron los libros Recuerdos de Córdoba (China editora, 2013)  y Yo escribo mucho peor (Llantodemudo, 2015). Este año publicó su primer libro de cuentos, Los veranos (17grises).