“Yo tenía la edad que ellas tienen ahora, 29, cuando empezamos”, plantea Alessandra Sanguinetti desde este lado del tiempo. De aquel lado, dos décadas atrás, están Guille y Belinda, las dos pibitas con las que empezó a cruzarse mientras hacía fotos en el campo para una serie que llamó El sexto día, en la que exploraba sobre la crudeza y la desnudez campestre, la intemperie y la dualidad vida-muerte, la relación de los humanos con los animales: aquella serie se llamó así porque según el relato bíblico ese fue el día en el que dios decretó el dominio de los hombres sobre todas las criaturas de la tierra. En General Guido, a trescientos kilómetros de la Capital, por la Ruta 2, quedaba la casa de la abuela de estas dos primas, nueve y diez años por entonces: por ahí buscaba Sanguinetti. Al principio fue un juego, hacían videos: ella las dirigía, las niñas actuaban. Les propuso, ha contado, que hablaran de lo que les daba miedo, o de lo que querían ser, y fueron improvisando con ropas, objetos, juguetes. De a poco fue fotografiándolas: el trabajo sostenido a lo largo de varios años, hasta la preadolescencia de las chicas, devino en Las aventuras de Guille y Belinda, el enigmático significado de sus sueños y el devenir de sus días, que fue a la vez serie, muestras en varias ciudades del mundo, libro.
Pero luego siguió encontrándose con ellas, haciéndoles fotos, y Sanguinetti presenta ahora en la Bienal de Tucumán Al ver, verás, la continuación de aquel trabajo, en una instalación callejera en paneles en la Plaza Independencia de aquella ciudad. “Cuando Beli y Guille entraron en la adolescencia fue tentador dar por terminado el trabajo, y dejar que vivan en nuestra imaginación en un estado de encantamiento infinito; pero me propuse seguir y profundizar en la vida adulta, con la idea de continuar hasta que las tres seamos viejitas”, sostiene la fotógrafa en el texto que acompaña la exhibición. “Va a ser un cubo de cuatro metros por lado, que va a contener unas 36 fotos de ellas a lo largo del tiempo”, cuenta Sanguinetti desde Petaluma, California, donde vive desde hace tres años. “Hay fotos de 1999 que se vieron bastante en Buenos Aires, pero nunca había mostrado en ningún otro lugar del país, y están en la muestra para que haya una continuidad y se entienda el contexto de las otras: las últimas son de 2016 o 2017 –dice–. No tengo idea de detenerme, la idea es continuar de la forma orgánica que se siga dando, más o menos intensamente, todo depende del momento de la vida de las tres. A mí en particular me sigue pareciendo un viaje, me resulta una necesidad”. En un posteo reciente en Facebook esboza que vendrá un segundo volumen de Las aventuras: “Sí, tengo un libro que ya está armado hace como dos o tres años –confirma–, pero lo puse un poquito entre paréntesis como para agregar algunas otras fotos y sentir que es el momento para publicarlo. Pero ya casi está”.
Sanguinetti es desde 2007 fotógrafa en la agencia Magnum, dato que da cierto relieve de la calidad y hondura de su trabajo. Sus fotos están en las colecciones privadas de los principales museos de Estados Unidos, y ha fotografiado para New York Times Magazine, Newsweek y Life. Nació en Nueva York en 1968 y a los dos años se vino junto a su familia a vivir a Buenos Aires; en el centro de su corazón, ha contado, están los fines de semana y las vacaciones que pasaba en el campo. “Yo era una chica de ciudad que iba de visita –cuenta–. Pero los momentos más felices de mi infancia fueron en el campo. Ahí es como que aprendí –si se pudiera decir así–, o que fue el sitio en el que más me eduqué, donde me empecé a hacer preguntas elementales, ¿viste?, como por qué nos morimos, esto y lo otro. Y donde buscaba más respuestas. Y creo que eso informa bastante de por qué empecé a fotografiarlas; a la vez, porque era un momento de mi vida en el que yo también quería ser chica de vuelta. Me dije: ‘Ya es suficiente, no me está gustando tanto esto’. Y empecé a estar con ellas porque me gustaba, más que porque quisiera hacerles fotos”.
“La primera etapa del trabajo fue más lúdica, fresca, alegre, porque son niñas y han tenido una infancia bastante linda, muy queridas –contextualiza Sanguinetti–. Y después, durante la adolescencia, puede haber entrado un poco de melancolía; en parte mía, por entrar a los treinta y pico, y también en Guille, que extrañaba ser niña. Pero no en Belinda: Belinda es muy práctica. No es sentimental. Después lo que sobreviene es una adultez más acelerada a la que capaz tenemos en la ciudad, porque Belinda se quedó embarazada, felizmente, pero igual muy joven, a los 16 o 17. Y Guillermina tuvo bastantes idas y venidas con lo que quería hacer y lo que podía hacer, los condicionamientos de no poder ir a estudiar a Buenos Aires, o tener que trabajar para ayudar a mantener la casa con su mamá, pero al final logró encontrar su lugar y ahora es maestra de primaria, una maestra genial, muy dedicada. No sé si podría caracterizar a esta última parte del trabajo, porque la estamos viviendo, y generalmente necesito un poco de tiempo para definir algo. Pero podría decir que algo que caracteriza a toda la serie fue la suerte de tener mucha cercanía y también la distancia necesaria para poder ver en ellas: siento que encontré ese equilibrio. Que a la vez también me permite ver como patrones en sus vidas, cosas que hacían de chiquitas que quizás predicen actitudes o lo que les pasa cuando son más adultas, inseguridades, sueños. Y es interesante para mí ver eso, cuánto control se tiene sobre el propio destino, o cuánto te podés escapar de vos mismo”.
Desde hace quince años vive en Estados Unidos. Viene al menos dos veces al año a la Argentina y vuelve a encontrarlas: a veces más, a veces menos. Las tres se han mudado, han tenido hijos. “Beli es más privada, vive en el campo, no es de estar mucho al teléfono -dice-. Con Guille el contacto es más fluido: en agosto pasado, por ejemplo, vino a quedarse conmigo unos días en Buenos Aires”. Guille es la más robusta y sentimental de aquellas niñas. Anota Sanguinetti en la presentación de su muestra que en la pampa, tan enraizada para bien o para mal en nuestra identidad, siempre se celebran logros, alegrías y tristezas de los hombres, pero rara vez se reconoce la vida de las mujeres, que siguen siendo en gran medida ignoradas e indocumentadas. ¿Tallaba esta noción al comienzo, cuando empezó a retratarlas? “No, al principio fue algo mucho más personal, pero muy pronto me di cuenta de que en el campo casi no se celebra nada de lo que hacen las mujeres –dice–. No se les da ninguna atención: desde los clichés hasta las cosas más profundas, en ninguna medida se les da importancia a las mujeres. Y me acuerdo que se reían un poquito; cariñosamente, pero se reían de que les esté prestando atención a dos niñas. Viste, si íbamos a una jineteada, estaba lleno de hombres haciendo proezas, cosas muy viriles. Así que me daba satisfacción estar prestándole atención a ellas y no a lo obvio y lo sobre-representado”.
Unas líneas atrás hablaba de la necesidad de seguir fotografiándolas, de eso como un viaje. “Es una forma de conectar los puntos, de darle sentido y entender esta cosa que es vivir –dice–. Si no lo hago es como que me pierdo un poquito”. Tenía nueve años cuando descubrió en la biblioteca de su madre el libro Wisconsin Death Trip, de Michael Lesy, que retrata la historia de un pueblo a principios del siglo XX, recopilación de imágenes de un fotógrafo local de la época, recortes de diarios, notas de asilos mentales. “Todos los personajes retratados que de allí emergen se caracterizan por irradiar expresiones muy intensas y melancólicas, parece que te quemaran con sus miradas”, escribió en 2010 Sanguinetti, en la sección Fan de este suplemento. La impactó, a sus nueve, lo primero que escribe Lesy: “Las imágenes que está por ver son de gente que alguna vez estuvo viva”. Anotaba Sanguinetti: “Recuerdo que esta oración, junto con la foto de una niña muerta en su cajón, hizo que me diera cuenta por primera vez de que yo también me iba a morir algún día”. Su último trabajo personal tiene que ver son eso. “Estoy haciendo una especie de exploración de la vida rural ahí, basado en ese libro que leí de chiquita –dice–. Por ese libro empecé a sacar fotos, así que decidí volver a ese lugar y trabajarlo ahí”.
Aquí casi se daba por sentado que Al ver, verás, el nombre de la muestra, tendría que ver con la canción de Spinetta, pero no; “¿Cuál canción?”, pregunta Sanguinetti, y explica que así se llama un puesto en la Ruta 2, un viejo parador con una estación de servicio ya abandonada, el punto desde el que sale el camino al campo en el que fotografió a Guille y a Belinda, “justo entre Maipú y Dolores –dice–, las dos vivieron entre esos dos pueblos”. Sanguinetti apunta que no es muy spinetteana y que va a escuchar la canción. Y podrían conectarse los puntos, sus fotos, los versos de eso que suena, sonaba, sonará: “Por mi ventana de al ver verás, / brilla un rayo al amanecer, / las horas ya no pasan, / las heridas se han ido, / todo dura un instante,/ todo dura un instante para toda la vida”.
La Bienal de Fotografía de Tucumán
La muestra de Alessandra Sanguinetti es uno de los puntos salientes de la Octava Bienal Argentina de Fotografía Documental, que tendrá lugar en San Miguel de Tucumán entre el 17 y el 20 de octubre. Como viene sucediendo desde 2004, en el encuentro habrá conferencias, debates, talleres y exposiciones en los principales espacios culturales de la ciudad. Entre los principales invitados de esta edición están el ecuatoriano Pablo Corral Vega, la mexicana Maya Goded, los chilenos Andrea Jösch y Nicolás Sáez y los argentinos Pepe Mateos, Esteban Pastorino, Cora Gamarnik, Gisela Volá y Eduardo Gil. Co-dirigida por Diego Aráoz y Julio Pantoja, el encuentro promueve “pensar y disfrutar a la fotografía vista a través del cristal de lo documental”, en “un clima de camaradería imposible de conseguir en los grandes festivales de las capitales del mundo”.