Entre todas las emociones que Benjamín Naishtat experimentó cuando recibió la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián a mejor director por Rojo, hubo mucho alivio. Desahogo, dice. No solo por consolidar una carrera intachable de tres largometrajes y varios cortometrajes a la temprana edad de 33 años, sino por el reconocimiento al inmenso trabajo que hubo detrás de su última obra, que también obtuvo el premio a mejor fotografía, a cargo del brasileño Pedro Sotero, y mejor actor por el protagónico de Darío Grandinetti. A Naishtat no le tembló el pulso cuando, al recibir el galardón, hizo visible la problemática actual en relación a la política de subsidios y créditos otorgados por el Incaa. En su discurso de premiación, que rápidamente se volvió viral en las redes sociales, calificaba de “impresentables” a quienes manejan la política pública y les recordó (o mejor dicho, informó) al público español que el antiguo Ministerio de Cultura fue degradado a Secretaría, generando una fuerte pérdida de valor en materia de políticas culturales. Un discurso muy en sintonía con la película ganadora.
“El problema, y lo que dije en la premiación iba en ese sentido, no es el Incaa sino la concepción que intenta instalar este gobierno, de que el mayor proyecto de Nación al que podemos aspirar es el equilibrio fiscal, fruto del cual vendrá la felicidad absoluta”, dice Naishtat. No es frecuente escuchar a un director de cine argentino que mantenga una coherencia estética y política, y claridad sobre las ideas que expone. En otra entrevista aseguró que todo cineasta tiene la obligación de revisitar la Historia del lugar en donde va a filmar sus historias. Se percibe en él, cuando habla sentado en un bar de Villa Ortúzar, una fuerte conciencia política que no busca generar una polémica cortoplacista con un discurso prorrateado sino que intenta indagar en una mirada estética sobre diversos procesos históricos que le interesan. Porteño de nacimiento, aunque de familia cordobesa, hay en su genealogía una combinación fructífera entre militancia y vocación artística. Su abuela fue Susana Aguad. Un referente de la conocida “Córdoba Roja”. Escritora, activista y abogada importante dentro de varios cuadros sindicales cordobeses, su casa familiar fue quemada en un operativo realizado por el Comando Libertadores de América y se exilió con toda su familia en Francia. “Mis padres se conocieron en el exilio, eran muy jóvenes y los dos, con una parte de la familia, regresaron a la Argentina en 1984” dice.
Benjamín Naishtat nació dos años después. Si bien su entorno era cinéfilo no había antecedentes de directores; sí escritores, catedráticos, un tío artista plástico y una madre música. Con mucha cultura de VHS encima, que se destilaba por aquellos años, su vocación por el cine se fue dando, dice, de un modo natural, impensado. Sus padres le compraron una cámara 8 milímetros de video y realizó por su cuenta varios cortometrajes hasta que una vez terminada la secundaria se decidió por el cine. Después de un paso por la FADU, obtuvo una beca en la FUC que le permitió completar sus estudios. Al finalizar, Naishtat se vio en la encrucijada de muchos egresados en el rubro: el trabajo. Obtuvo por parte del Ministerio de Cultura de Francia una beca para hacer un posgrado en Arte Contemporáneo en Le Fresnoy, Studio de Arts Contemporains. “Fue una experiencia muy buena. Con una pedagogía experimental, medio Bauhaus. Seleccionan gente de todas las disciplinas artísticas y las mezclan, sin cursos. Uno desarrolla un proyecto y todos tienen que interactuar con todos. Tenías diálogo con artistas plásticos, con músicos. Yo filmé un corto de ficción que se llama El Juego”.
Grabado en El Tigre, el relato narra el clima de una cacería. En esos minutos se vislumbra una estética; por un lado una fuerte inclinación a crear imágenes potentes y pregnantes, por el otro, una apuesta narrativa basada en pequeños climas que se van enrareciendo hasta volverse asfixiantes. Su corto se presentó en Cannes. Circuló por varios festivales y significó un puntapié para una potencial primera película. Esa vocación impensada comenzaba a tomar forma en una carrera.
La creación de un estilo
Rojo guarda una relación y al mismo tiempo una clara distancia con sus dos películas anteriores. Con Historia del Miedo, ópera prima que Naishtat logró filmar después de un largo y penoso proceso productivo, hay cierto aire en la narración que se emparienta con su última película; en la construcción de un clima que sobrevuela todas las historias y que se apoyan en un género determinado. En ese largometraje, un grupo de personas que viven en un country hacen carne el miedo al otro. Naishtat pone en contexto aquella idea: “Estábamos en pleno kirchnerismo, después del conflicto con el campo, y el caballito de batalla de los medios de comunicación era ‘la inseguridad’. Quise problematizar la cuestión de la paranoia tomando cosas del género de terror”. Naishtat es el principal crítico de su película. Hoy la ve demasiado fría y cerebral. No cree que haya logrado lo que se proponía quizás por el excesivo tiempo que le llevó hacerla.
La película tuvo un recorrido interesante. Fue estrenada en Berlín en 2014 y obtuvo un premio en el festival Jeonju de Corea que consistía en la financiación de un largo. Casi como si hubiera ganado la lotería, Naishtat podía hacer una segunda película sin tener un guión definido. “De golpe había plata; una cosa rarísima, atípica. No creo que pase nunca, o muy poco; que alguien sepa que va a filmar y le den el ok sin tener el guion. Y lo que hicimos fue una película que en cierto modo refleja esa libertad de una manera muy loca”. El movimiento es una película de época, y no. Narra los años posteriores a la primera conquista del desierto, durante la época de la Mazorca, la Sociedad Restauradora, una fuerza de choque que surgió durante una crisis del rosismo, hacia mediados de 1830, y al mismo tiempo parece auspiciar los movimientos políticos del siglo XX que tomaron para sí un discurso mesiánico, romántico y salvaje. Naishtat logra evitar cualquier tipo de referencia apelando a la alegoría y la exacerbarción. El resultado es un artefacto audiovisual extrañísimo; plástico, enérgico y conmovedor. Uno de los pocos protagónicos que tuvo el gran Pablo Cedrón antes de su muerte prematura, a quien Naishtat recuerda con mucho cariño: “Cuando aceptó, la película terminó siendo sobre él. Y lo que me gusta es que hay una porción de Pablo como persona que se puede ver en esa película.”
El movimiento fue filmada a un ritmo frenético y estrenada al cabo de cuatro meses en el 2015. Según su director, en una entrevista realizada para el Festival de Mar del Plata, “aborda temáticas del pasado para hablar del presente”. Del mismo modo que ahora Rojo, su tercer largometraje, realizado después de cinco años de tires y aflojes productivos, con una ambición cinematográfica a la altura de su talento y madurez, viene a establecer vínculos directos entre nuestro presente y la década del setenta. Aunque no (o no solamente) con el denominado Proceso de Reorganización Nacional desatado en 1976, sino un cachito antes. Y lo hace no idealizando la vida épica de los militantes o aplicando un revisionismo acartonado sobre los militares; sino que pone la cámara en el hombre común. Qué pasaba por la cabeza de tipo cualquiera en un pueblo cualquiera.
El huevo de la serpiente
“Si tuvieras que contar un secreto, ¿me lo contarías a mí?” le pregunta un amigo no tan amigo a Claudio, interpretado magistralmente por Darío Grandinetti en uno de sus mejores papeles. Claudio es un abogado que vive y trabaja en un pequeño pueblo sin nombre del interior de la Argentina, que bien puede ser Buenos Aires, La Pampa, o el sur de Córdoba; esos vastos territorios donde el campo y sus rituales se mezclan con la nada del desierto. Un territorio con el que Naishtat tiene una afinidad no solo visual o estética, sino también política. “El desierto es para mi un basurero histórico”.
Rojo comienza con un conflicto típico que parece un simple ejercicio de dramaturgia. Un hombre entra a un restaurante lleno de comensales. Ve que hay otro hombre sentado en una mesa solo esperando a su mujer (Andrea Frigerio en un papel que le calza como pocos, una decisión osada de casting, dice Naishtat). El primer hombre (interpretado por el cada-vez-más-sólido Diego Cremonesi) se sale de sus cabales y exige que ese otro hombre, tan campante en su espera, le de su lugar ya que él no tiene a nadie a quien esperar. En espacio de unos pocos minutos, Naishtat se las ingenia para presentar el mundo de Claudio, como un abogado respetado de pueblo (con aires de gentleman, como le dirá un detective estilo Columbo, interpretado por Alfredo Castro), plantear un tono y un clima, y al mismo tiempo torcer el conflicto cotidiano hasta llevarlo a un límite de lo absurdo desencadenando un crimen, una gran sospecha y una investigación imprevista, que involucra distintos giros en la trama, orquestados como una danza macabra plagada de guiños, referencias históricas y culturales, y alocados monólogos mesiánicos.
Para montar todos esos elementos, Naishtat coquetea con el género policial, el thriller y la intriga política, pero su interés está puesto en otro lado: en la sociedad civil como cómplice activo del terrorismo de Estado que se avecinaba. Si bien para escribir el guión partió de relatos familiares en relación al clima político que se vivía en Córdoba en aquellos años, Naishtat realizó una investigación histórica puntillosa. Leyó muchos libros e informes. Contó con la ayuda de la historiadora Milena Acosta, quien le acercó algunos libros como Los años setenta de la gente común de Sebastian Carassai y 73/76 de Alicia Servetto. “Esos dos libros me ayudaron a completar un panorama en cuanto a los hábitos de la clase media de los 70 como al tema de las intervenciones federales durante el tercer peronismo”.
Recurrió también a material audiovisual. Se pasó horas en el Archivo General de la Nación, y después se internó en la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba, en donde hay uno de los más grandes archivos de Argentina, con programas de televisión, publicidades y radios. “Encontré cosas muy increíbles. Ideas muy disparatadas que solo pueden venir de verlas de la realidad. La escena con el mago o los vaqueros americanos vienen de ahí. De lo que era el ocio en los años setenta. Lo que empezó siendo una documentación bibliográfica, terminó decantando en una investigación estética, plástica y audiovisual.” Eso, asegura, le permitió recomponer un tono y una gestualidad determinada; un tipo de color y una forma de plasmar una época.
Naishtat trabajó con el equipo de fotografía del brasilero Pedro Sotero. Usaron recursos que hoy parecen fuera de registro. Zooms muy lentos, lentes particulares, dioptrías (la pantalla dividida que se mantiene en foco en ambas partes), la mezcla sonora hecha en mono, un diseño gráfico vintage, una música parecida a la del Gato Barbieri, cámaras lentas y movimientos de cámara con teleobjetivos en seguimiento. Rojo se vive como una película hecha en los setenta. Naishtat y su equipo tenían en la cabeza un set muy compacto de referencias: Network de Sidney Lumet, La Conversación de Francis Ford Coppola y Contacto en Francia de William Friedkin. “Intentamos recuperar algo del estilo cinematográfico de la época; una curva un poco osada de tomar. Porque hay cosas que hoy nos parecen muy extrañas de una película; pero fueron decisiones estilísticas en función de recuperar una gramática. La idea era ver si con todos esos recursos unidos se podía respirar una época”.
No solo se respira sino que se percibe una relación directa entre el pasado y nuestro presente. No hay hoy otra película de época que se encuentre tan en sintonía con lo que está pasando ahora con la política argentina. Darío Grandinetti, en su discurso de agradecimiento en San Sebastián, pidió que se dirigiera la mirada hacia la vida cotidiana para entender el proceso histórico que está viviendo el país. “Vengo siguiendo con atención lo que sucede en Brasil” dice Naishtat. “Me llegan mensajes del fotógrafo de la película y otros técnicos que vinieron al rodaje. Están en una fase que acaso tenga similitudes con la época en la cual está ambientada Rojo. En el plano nacional, quizás haya un guiño al presente en una secuencia importante de la película, donde una profesora da un discurso escolar ensalzando los valores nacionales, esas ideas bienpensantes y fuertemente hipócritas sobre lo que es la Argentina en su raíz. Algo que no ha perdido una gota de actualidad.”