Su obra está muy asociada al humor. ¿Usted también percibe eso?
–Me parece que sí, no sé. Cuando era más joven mi mamá me dijo, una vez: “¿Vos, sentido del humor?”. Como asombrada. Claro, porque en casa se percibe distinto a las personas. Me han asociado, me interesan los escritores que tienen más humor, pero es difícil hablar de uno.
¿Y qué situaciones le causan gracia?
–Montones de cosas, qué sé yo. Algo que uno se toma muy a pecho un día, al siguiente me causa gracia. En general el sentido del humor tiene que ver con el recuerdo de alguna situación. Por ejemplo, cambié la mesada porque se había partido; y los que vinieron a cambiarla me dijeron, con todo tino, que el tramo que está del otro lado de la cocina quedaría de otro color. Y dije “no, no quiero”; me agarra un “no quiero” que será de los años, insensato, porque alguna vez tendré que arreglar eso. Y ahora quedará así, mal. Entonces me da risa, porque pienso que estoy tonta, y me río de mí misma. En vez de recriminarme, me río: se da ese movimiento. Uno se perdona y deja de perseguirse, se da como un corte a la tensión que supone manejarse con las cosas y la gente. Lo que no me causa ninguna gracia son los espectáculos de mímica; cuando leí que a Woody Allen le pasaba lo mismo me sentí consolada. No entiendo qué hacen. Y bueno, la gente se ríe, no sé de qué.
A partir de sus personajes suelen esbozarse “consensos” acerca de “lo que debería ser”; usted se detiene en esos imaginarios, como la importancia del ascenso social o el saber garantizado de alguien por ocupar un cargo en una familia o una institución, y se ríe un poco de ellos.
–Sí, y también de las propias fantasías. Los de la mesada vinieron el famoso día de la tormenta de granizo; era un lío, andaba todo mal, así que pensé: “Bueno, me voy a vivir al campo” (se ríe). “Con la capacidad que tengo para ordeñar vacas, o para soportar quince días de lluvia sin salir, por el barro”. Mejor me quedo acá y espero, algún día se compondrán las cosas. Ahora, con respecto a los saberes, he trabajado mucho en docencia y tengo experiencia con profesores, sé cómo son, qué hacen. También tengo experiencia con locos, porque tengo una tía loca; lo que ella decía al principio me daba miedo, pero después sabía que eso entraba en su repertorio y me resultaba gracioso. Aunque al mismo tiempo lo que a ella le pasaba era dramático. Puede ser que yo haya observado mucho eso, que tenga personajes medio chiflados. Hay disparidad entre las fantasías de la gente y la propia realidad. Lo veo también en los talleres que doy, cuando se ponen a escribir de temas que no tienen nada que ver con la propia experiencia.
Con respecto a las observaciones sobre la lengua, ¿está a la pesca, atenta, o absorbe terminología y construcciones de la oralidad más bien inconscientemente?
–Hay cosas que van quedando incorporadas, vocablos, que después yo uso y transmito. Me interesan las voces más marginales; una vez, hace como treinta años, me fui en micro a Corrientes, al precarnaval. Me tocó asiento al lado de un señor gaucho, todo vestido de gaucho. Una suerte, muy interesante, yo le preguntaba por el chamamé, por cómo eran las cosas allá. Me dijo: “Hija, allá hay una crotera…” (se ríe) Y yo lo adopté, lo incorporé. Y después, durante años, venía a trabajar a casa Leonor, que tenía un lenguaje propio de su clase social, con particularidades de ella misma, porque hay gente que usa de una manera muy especial su lenguaje.
¿Es la mujer del cuento que se llama así, “Leonor”?
–Sí. Ella, por ejemplo, decía pordelantear, por llevarse por delante a alguien. Me interesa cómo es vista una realidad de los sectores medios desde otro sector. De donde también saco mucho es de las notas de viaje que hago para el suplemento de cultura de El país de Montevideo. Ahora estoy indagando en el lenguaje de campo; me fui a Pergamino y busqué ir a los bordes, donde está la población más campesina, más criolla. Y saqué cosas extraordinarias. Cuentos mitológicos, como el de la tapera que se convierte en mansión, o el del caballo “que se queda con las arriendas”; en vez de riendas, “las arriendas”. “Ahí puesto se queda el caballo, pero las arriendas son invisibles”. Es divino. Que el lobizón tiene tres lunares: me contaban todos los detalles. Y cuando me veían cara de incredulidad, decían: “Y, dicen que ha sido así”. Entonces queda en el aire. En una casa vecina aprendí para qué sirven los cuzcos: para despertar a los perros grandes, “que tienen el sueño pesado”, decían. Tenían como diez. “¿Cómo se llama este?”, pregunté. “No, esta es perra: se llama Shakira”. Interesante, ¿no? “Y esta es la Barbie”. “¿Y estos?” “Esos son Romeo y Julieta”. Lo juro, textual. Ahí, en los márgenes, pueden encontrarse cosas nuevas que provienen de muy diversos lugares. Respetando a la gente, por supuesto, porque no me voy a reír de ellos por eso. Y sí, busco, estoy atenta. Mi mamá me contaba muchísimas cosas, insólitas para mi generación: ella me tuvo de grande, yo era la menor entre unos cuantos hermanos.
¿Acerca de qué le contaba?
–Era directora de una escuela rural en Paso del Rey, cuando era todo quintas: ahora hay diez secundarios, diez bancos. Tenía muchísimo sentido del humor y una gran capacidad, le hubiera gustado hacer unas cuantas cosas, pero no había podido estudiar más que para maestra. Ella me contó que mi abuelo, uno de los primeros habitantes de Paso del Rey, le dijo a mi abuela, que vivía en Buenos Aires, que decidiera si quería casarse con él “porque el pasaje para andar yendo y viniendo es caro” (se ríe). No se casaban por amor, no estaba esa cosa del amor. Esas historias sobre ese mundo me dieron apertura para ver cómo ha sido la gente en otros momentos; tengo el anecdotario del pueblo donde nací. Ahí todos se conocían. Transmisión materna tengo mucha: era de familia de italianos, que cuentan todo. De parte de mi papá no, porque los vascos son más reticentes a contar.
La mayoría de sus personajes son personas comunes. ¿Por qué?
–Para mí una persona común y corriente es más fuente de inspiración que un escritor, por ejemplo. Un escritor es complejo, tengo que trabajar lo que logró, lo que es, lo que idea. Son pocos los cuentos de escritores bien hechos; en general no me gustan, me fastidian: que no escriben, que no tienen inspiración; má sí, que no escriba, si no quiere. No sé si esto tendrá que ver con la sencillez. Me llaman mucho la atención los animales; yo si tuviera otra vida sería estudiosa de los animales. Porque uno va adonde ve algo que no entiende, donde hay un misterio que se quiere develar. A menos que las conversaciones sean de muy buen nivel, no me gusta hablar de política, ni de pintura, ni de literatura; sí me interesa cuando son personas que saben mucho. De literatura me interesan los talleres, para que aprendan algo. Los escritores no hablan mucho de literatura; los que ya están bien, que han publicado y todo eso, hablan de premios, concursos, esas cosas. No hacemos control de calidad los escritores, entre nosotros. Tendríamos que hacer.
Por lo que dice, y por lo que se desprende de su conferencia, le huye a lo que suene a pretencioso.
–A la gente que es vanidosa le huyo, sí. Aunque en realidad la gente que es así es porque no tiene resto; la gente que se humilla es la que tiene resto, en general es al revés. La vanidad es un disfraz como cualquier otro. En el taller una señora decía: “Yo, como creadora…” No digas creadora, pensá más bien como en un artesano, es una imagen más linda. La vanidad siempre existe, pero por lo menos que llegue un poco disfrazada. Es un vicio de acá, ese. Un esnobismo, un cholulismo. A lo único que no se atrevieron es a decirle “Jorge Luis” a Borges; faltaba poco para que dijeran “porque yo y Jorge Luis…”.
Vuelvo a sus personajes: no le interesan aquellos que pueden considerarse “trascendentes”. Vio que hay escritores que tienen a un presidente, por ejemplo, como personaje.
–Es que seguramente se basarán en miles de estudios, yo no puedo imaginar qué estará en la cabeza de un presidente, será un calidoscopio con miles de cosas que resuelve con asesores. En algún momento descansará de ser presidente y será una persona como cualquiera. Pero es muy complicado para mí, no me meto en cosas complicadas.
Pero la construcción de sus relatos también es complicada.
–Sí, pero a un relato lo armo con una frase, me agarro de ahí. Yo escucho a alguien decir algo, desecho todo un montón de cosas y agarro la frase que me quedó. Y después la transplanto a un cuento.
¿Qué puntos de contacto detecta entre su escritura y la de los escritores de su conferencia sobre el humor?
–Al que más quiero es a Fray Mocho, el que más simpatía me despierta. Por su capacidad de crear personajes, por el oído absoluto para las voces. Realmente admiro a los tres, han hecho buena obra; no es que me identifique, porque son de otro siglo, vivieron en otras circunstancias, en un mundo que me parece apasionante, poco conocido y poco trabajado. Yo, que no aprendo ni quiero hacer nada nuevo, aprendería a hacer libretos si se filmara Una excursión a los indios ranqueles. Porque la tengo toda en la cabeza. Esa es una película que falta, porque en la toldería está todo: gauchos, chilenos, comerciantes, sacerdotes, soldados, espías. Las fronteras son muy interesantes, porque ahí se ve de todo.
Se ha dicho, bastante, que usted es una escritora secreta. ¿Cómo se lo toma?
–No es cierto, es algo exagerado. Si me dicen de una nota, la doy, en general no tengo problema. Lo que yo no hago es presionar. Pero no porque sea modesta; soy grande y no tengo ganas de ir a joder por ahí, a pedir. Cuando era chica iba, llevaba un libro a una editorial, a otra, con entusiasmo. Ahora, incluso, tengo posibilidades de editar, así que no tengo necesidad de hacerlo. Y además tengo otra filosofía: si lo publico, lo publico, y si no, no hay problema.
Tal vez esa filosofía se vincule con esa apreciación de “secreta”.
–Si me llaman para ir a una charla, como en este caso, voy. Si es en San Andrés de Giles, y me llevan y me traen, voy. Una ex alumna, que vive en Comodoro Rivadavia, me invitó a la feria y a parar a su casa, allá: fui. Pero yo no me dedico a las relaciones públicas. Eso es como un trabajo; no me interesa promover, ni ver si los libros están en la librería, o si se venden. Lo que pasa es que se crean mitos en relación a los escritores, y entonces aparece esto de secreta, o naif.
¿Por qué cree que se producen esos “malentendidos”?
–Para llenar espacios, a veces. Lo de naif tal vez venga de que yo trabajo con material de cosas que pasaron ya hace mucho, y entonces quedan con ese tonito medio elaborado, ya visto; digamos que el conflicto ya está oculto. Y después, porque nunca trabajé el tema del sexo, jamás se me ocurriría escribir una novela erótica, por ejemplo. Eso puede ser lo que de cierta pátina de ingenuidad. Pero yo no creo que sea naif, porque parece como fama de pelotuda, ¿o no? Una nena. No me gusta.
¿Tomó la decisión de manejarse en un registro en el que no aparecen picos de tensión?
–Hay un recorte personal muy grande, sí. Yo no experimento: es como que voy a lo seguro. Del mismo modo que no tengo deudas. No soy de probar caminos distintos. Cuando era más joven podría haber intentado subir de nivel social, y no lo he hecho. Pero tampoco pierdo nada. Digamos, sería que no arriesgo mucho. No me sometería ahora a ir a las editoriales y correr el riesgo de que me reboten material, ni en pedo. Me parecería un movimiento absurdo. No es que no sea ambiciosa: soy cómoda. Escuchá esto: es porque soy cómoda. Y quiero mi comodidad, mi tranquilidad. He tenido mucha agitación de joven.
¿Y esa agitación pasaba a sus primeros textos?
–No. Tuve una vida familiar terrible, un hermano muerto joven, tíos queridos que murieron. Y eso también da una tesitura de sobreviviente. Uno vive y hace lo que puede con lo que tiene, y ya está. Tuve muchos novios, aventuras, desventuras. Pero nunca escribí de la relación vincular, del amor. De eso no se puede.
¿Por qué?
–Porque es difícil. Alguno lo podrá hacer, pero yo no. Lo que estoy escribiendo –me falta el final– es un día de mi vida ahora, que estoy vislumbrando la vejez. Ahí el personaje soy yo. Pero no, de los grandes temas, de la libertad, el amor y la muerte, no escribí nunca.