Las turbulencias actuales llevan una vez más a preguntarse acerca de cuál es el nivel de apoyo o compromiso de las élites económicas (esto es, del empresariado concentrado y con peso propio) con la gestión del actual gobierno. No hay duda de que el cuadro actual se explica por comportamientos disruptivos originados en esas élites. Jorge Halperín, en una excelente contratapa en PáginaI12 (26/9/2018) retoma el tema, en consulta con algunos analistas reconocidos (Ana Castellani, Martín Schorr, Mario Kestelboim).
El planteo disparador es una argumentación “lineal”: cabría esperar una postura favorable de estas élites a un gobierno que encarna sus intereses en forma explícita. Máxime, ante la posibilidad de un retorno del peronismo al poder. Este movimiento ha mostrado ante todo ser imprevisible: fue neoliberal y desarrollista–populista en cada uno de sus dos últimos ciclos al frente del gobierno nacional.
Ya lo ocurrido con el ciclo neoliberal de los ‘90 de por sí cuestiona el argumento “lineal”: una consistente fuga de capitales puso fin a la experiencia más profunda y exitosa en términos de reformas pro mercado y disciplinamiento de los trabajadores que tuvo la Argentina de la posguerra. Incluso, ampliando la perspectiva, vimos cómo el establishment internacional dejó caer a la Argentina, luego de un contundente respaldo a las reformas que había concretado, las más profundas en América latina. Solo hubo un explícito movimiento de rescate desde el gobierno estadounidense al sector bancario de Uruguay, a fin de prevenir el contagio de la hecatombe económica argentina.
¿Cómo explicar que los beneficiarios de las políticas de un gobierno lo pongan en grandes aprietos? Las respuestas a esta pregunta pueden seguir dos vertientes. La primera es que las élites económicas (del país y del exterior) no actúan de acuerdo a los fines que se supone deberían perseguir; para decirlo en “economês”, no serían racionales. La segunda es que el abordaje “lineal” no es correcto.
Más allá de la visible cortedad de miras del gran empresariado argentino, no es la falta de racionalidad lo que explica su comportamiento, sino su orden de prioridades: el objetivo de cada grupo empresarial es defender su inversión, es resguardar en las buenas y en las malas el capital propio o el de quienes se lo han confiado. Con este objetivo, apoyar a un gobierno determinado no forma parte de su estrategia, porque su ámbito de actuación es el mercado, no la política; las lógicas son demasiado diferentes.
Sin duda, estos comportamientos, sin diques de contención, pueden dar lugar a crisis sistémicas. Por ejemplo, llevar capitales líquidos a un “lugar seguro” –esto es, fugarlos– es una estrategia sana a nivel individual; pero si se generaliza, se traduce en una desestabilización, agudizada por el círculo vicioso que se genera en el mercado cambiario: la subida de la tasa de cambio ocasionada por la fuga lleva a una demanda aun mayor, por obra del pánico. Esto es lo que en Economía se denomina “dilema del prisionero”: una acción individual puede ser beneficiosa para el que la toma, pero si es seguida por los demás individuos, resulta perjudicial para todos.
Estos comportamientos disruptivos entonces ocurren. La experiencia muestra de todas maneras que la gran mayoría de los grupos económicos sobrevive a las crisis. Pueden enfrentar coyunturalmente pérdidas (como ocurrió en el fin del Plan Primavera en 1989, o en el de la Convertibilidad en 2001-2002), pero luego se sobreponen porque tienen medios para defenderse. Es el conjunto de la sociedad el que recibe los mayores impactos de las crisis, en especial los sectores más débiles.
El Estado tiene en este punto la función ineludible de edificar esos diques de contención. Ninguna sociedad capitalista que se considera exitosa se ha organizado sobre la base de un Estado subsidiario o ausente. Al contrario, es la subordinación de éste lo que impide que se consoliden procesos sostenibles e inclusivos.
El gran empresariado no forma partidos políticos ni se involucra sistemáticamente en el quehacer político. Las excepciones son actores empresarios individuales con particular vocación política, como lo fue en su momento José Ber Gelbard y hoy día es José Ignacio de Mendiguren. El único caso de experiencia casi “orgánica” fue el involucramiento del grupo Bunge y Born en el inicio del ciclo menemista. Ésta fue una excepción, que trajo consecuencias internas negativas, además de no haber impedido su posterior desmantelamiento.
En definitiva, la relación entre poder económico y práctica política partidaria será siempre compleja, no “lineal”, y a un brazo de distancia. Si el Gobierno de Cambiemos ingresa en zona de alto riesgo, más que sostenimiento lo que cabe esperar es un paso al costado, acompañado por medidas defensivas, para luego ver cómo se desarrollan los acontecimientos en el escenario político desde los despachos de los CEO y sus subordinados. No faltarán oportunidades para lograr decisiones individual o colectivamente favorables del equipo de gobierno en funciones. El financiamiento de campañas electorales es una instancia habitual; de hecho, lo más frecuente es que haya financiamiento a más de una alternativa, para diversificar riesgos.
Para cerrar, vale ilustrar con un ejemplo del plano internacional, que ratifica desde un ángulo diferente la tesis de distancia entre intereses económicos y prácticas políticas. Cuando Gran Bretaña realizó el referéndum para decidir su salida de la Unión Europea en 2016, el triunfo del Brexit fue por una mayoría exigua (52 por ciento de votos favorables). Esta virtual paridad llamaría a un nuevo debate para decidir con más margen de aceptación por una u otra alternativa. Pero no fue así. Desde una parte del Partido Conservador se avanzó decididamente en el sentido de concretar el divorcio, y en términos tajantes (Brexit is Brexit, según la primera ministra Theresa May).
Ahora bien, la cuestión de la salida de la Unión Europea tiene un sensible costado económico. Cabe preguntarse entonces cuáles intereses económicos son tan favorables a ella, pese a que significa el entorpecimiento de fluidas relaciones comerciales y financieras. Indagué sobre esta pregunta a interlocutores informados, y repasé diversos artículos sobre el tema, además del postfacio del libro “Euro” de Joseph Stiglitz, dedicado precisamente al Brexit. Para sorpresa, no solo no encontré respuesta alguna, sino que esta pregunta no parecía siquiera haber sido formulada. La cuestión de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea parece haber seguido entonces una dinámica exclusivamente política, pese a sus directas implicancias económicas. Los actores económicos no parecen haber tenido peso en el curso de esos acontecimientos.
* IIE-Cespa-Universidad de Buenos Aires.