Para el no iniciado, la revelación puede adquirir la fuerza de la epifanía: a pesar de haber sido errónea e injustamente etiquetado como “el más japonés de los directores japoneses”, si hay algo que resulta evidente luego de ver cualquiera de sus creaciones es que no hay nada más universal que las inquietudes temáticas que dibujan la silueta del cine de Yasujiro Ozu (1903-1963). Su estilo, en tanto –alguna vez elevado a la categoría de trascendental por el realizador Paul Schrader–, fue destilándose con el correr de los años, las décadas y las películas, un caso felizmente perfecto de prueba, error y perfeccionamiento hasta alcanzar la maestría, como se pudo comprobar en la reciente retrospectiva que le dedicó la Sala Leopoldo Lugones. Fatalmente ausente de las plataformas de video a demanda más populares –como la mayor parte del cine producido durante los primeros cien años de vida del medio–, Qubit ha comenzado a subsanar esa falencia con la aparición en sus menús cinéfilos de cuatro títulos notables dentro de la filmografía de Ozu-san, maestro indiscutible del cine japonés clásico y uno de los más grandes cineastas (a secas, de cualquier origen y época) de la historia.
La noticia alcanza y sobra para satisfacer el deseo de encontrarse con un director de su talla al alcance de un click, en particular si se tiene en cuenta que las versiones a disposición del espectador han sido recientemente restauradas por su empresa productora, Shochiku –una de las más añejas en la industria cinematográfica nipona–, en varios casos a partir de los negativos originales. Pero hay aún más: durante las próximas semanas, la plataforma continuará sumando películas del director de Historias de Tokio, tanto aquellas producidas en su etapa más famosa de posguerra como durante sus primeros años en el universo del cine sonoro, a mediados de la década del 30. Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, años antes de ser descubierto por la crítica y el público occidentales, Ozu abandonó cualquier atisbo de eclecticismo narrativo –presente en los primeros tres lustros de su carrera–, y comenzó a crear films con historias, personajes y situaciones equiparables. Variaciones de temas y circunstancias, un poco como lo haría más tarde el francés Eric Rohmer o, en tiempos actuales, el coreano Hong Sang-soo.
A su vez, iría puliendo y eliminando manierismos y elementos que consideraba narrativamente superfluos, en la búsqueda de un minimalismo cinematográfico personal. De a poco, Ozu comenzó a desinteresarse por recursos cinematográficos que forman parte del ABC de la puesta en escena y el montaje –fundidos encadenados o a negro, paneos y travellings, movimientos de grúa– para depender exclusivamente del corte directo y los planos estáticos, inventando por vía de la reducción de recursos un nuevo juego de caracteres estético, tan único como inmediatamente reconocible. Esta última etapa en su carrera comienza a perfilarse claramente en Primavera tardía (1949), la más temprana de las cuatro películas del realizador disponibles en Qubit y una obra maestra en todo sentido. En las manos de Ozu, la historia de un hombre viudo y la relación con Noriko, su hija solterona (un término muy de la época, a pesar de que jamás es pronunciado en el film), se transforma en un tratado sobre las relaciones familiares y, por extensión, las humanas. Un relato tan clásico en su exposición como moderno en sus detalles narrativos. Ver, por ejemplo, la manera en la cual el realizador utiliza las elipsis para eliminar de la historia aspectos que le parecen poco relevantes pero que, sin lugar a duda, resultarían indispensables en el caso de un guionista o realizador más atado a las reglas y convenciones. Padre e hija están interpretados por dos figuras estables en la filmografía del realizador: los enormes Chishu Ryu y Setsuko Hara.
Menos es siempre más: uno de los posibles axiomas del universo Ozu. De modo similar, Historias de Tokio (1953), su película más reconocida, narra la visita de una pareja de ancianos a la gran ciudad, con la excusa de reencontrarse con sus hijos y nietos. Previsiblemente, la reunión familiar dista de tener resultados armoniosos, poniendo de relieve algunas de las cuestiones que interesaron al director durante toda su carrera: el enfrentamiento entre tradición y modernidad, la crisis de ciertos valores, la búsqueda de la felicidad versus las obligaciones. Lejos de ser dueño de una mirada conservadora, Ozu ponía de relieve estos temas como una suerte de discusión dialéctica en el centro de sus historias. Otro de los largometrajes que acaban de sumarse a la plataforma, El sabor del té verde con arroz (1952) –cuyo título celebra los placeres sencillos de la vida– parte de una historia escrita por Ozu junto a Kogo Noda, su habitual colaborador en los guiones y en el consumo de sake, bebida indispensable en la vida del realizador (su tumba en el cementerio Engaku-ji, en la prefectura de Kanagawa, está siempre rodeada de botellas llenas del precioso líquido). Si bien en muchos títulos de su filmografía las crisis matrimoniales adquieren cierta relevancia, aquí se transforma en el gran tema del relato, aunque el propio Ozu no la consideraba como una de sus creaciones más acabadas.
Finalmente, Principios de verano (1951), otro largometraje con metáfora estacional en el título, encuentra a otra joven llamada Noriko (nuevamente, Setsuko Hara) muy poco dispuesta a casarse con un hombre, a pesar de las presiones del resto de la familia. Junto con Historias de Tokio y Primavera tardía, este film integra la así llamada Trilogía de Noriko, agrupación informal pergeñada por los estudiosos y la crítica especializada que, sin embargo, tiene una fuerte razón de ser: en cada uno de esos tres vértices es posible hallar intereses compartidos, aunque el centro en alguno de ellos se convierte en periferia en otros. Próximamente se sumarán a la colección digital otros largometrajes del realizador, entre ellos Historia de los juncos flotantes, film de 1934 que el mismo Ozu revisitaría veinticinco años más tarde, Una mujer de Tokio (1933), una de sus últimas producciones mudas, y Una gallina al viento (1948), uno de los títulos más oscuros y duros de su filmografía, con un rol protagónico excepcional de la actriz Kinuyo Tanaka.