El reconocimiento formal que la Iglesia Católica hace hoy de la santidad del obispo mártir salvadoreño Oscar Arnulfo Romero resulta sumamente trascendente para América Latina en el momento en que avanzan procesos políticos de restauración conservadora y neoliberal, con fuertes componentes autoritarios contra los que en su momento luchó y a los que combatió el obispo centroamericano. Comenzando por el hecho de que en El Salvador gobierna actualmente el derechista partido ARENA (Alianza Republicana Nacionalista), fundado en 1981 por el mayor Roberto d’Aubuisson Arrieta el militar que al frente de su grupo (a quien no casualmente se denominaba “la conexión argentina”), fue directo responsable del asesinato de Romero, acribillado mientras celebraba misa y después de haber increpado a las fuerzas armadas desde el púlpito exigiéndoles “en nombre de Dios, les ruego, les ordeno, cese la represión”.
Romero sabía que estaba en peligro. Sobre todo después del asesinato del sacerdote Rutilio Grande (1977), uno de sus inmediatos colaboradores. Pocos días antes del asesinato –cometido por un francontirador nunca identificado– en respuesta a una pregunta de la televisión suiza acerca de si sentía miedo, el obispo respondió: “Miedo propiamente no, cierto temor prudencial sí, pero no un miedo que me inhiba, que me impida trabajar. Al contrario, creo que muchos me dicen que debo cuidarme un poco, que no debo andar exponiéndome, pero yo siento que mientras camine en el cumplimiento de mi deber, que me desplace libremente a ser un pastor de comunidades, Dios va conmigo y si algo me sucede estoy dispuesto a todo”.
Gran mérito sobre la canonización de Romero le corresponde al papa Francisco, convencido del testimonio de vida del obispo salvadoreño. Pero sin duda uno de quienes más hizo por la causa es el hoy cardenal salvadoreño (el primero de su país) Gregorio Rosa Chávez. Discípulo de Romero, también periodista de profesión, Rosa Chávez luchó contra todas las resistencias y obstáculos montados en la misma Iglesia para impedir la canonización, proceso apenas destrabado en 2007 y acelerado después que Bergoglio llegó al papado.
La canonización de Romero, como la próxima beatificación del obispo argentino Enrique Angelelli y sus compañeros mártires, son mensajes que el papa Francisco lanza al mundo, sobre todo si tomamos en cuenta que el hecho del reconocimiento eclesiástico de la santidad supone la propuesta institucional de un modelo de vida. Entiéndase bien. A nadie se le pide el martirio. Sí el compromiso de vida que lo precede y que, en el caso de Romero, de Angelelli y sus compañeros, los condujo a la muerte martirial.
El reconocimiento institucional que hoy se hace de estos testigos de la Iglesia es también un primer paso –al que deberían seguir muchos otros– para asumir una larga lista de cristianos asesinados en épocas recientes en América Latina como consecuencia de las dictaduras y los regímenes de seguridad nacional. Porque de la misma manera que se señala la responsabilidad institucional de la Iglesia Católica con aquellas dictaduras, es preciso poner en evidencia a laicos, laicas, sacerdotes, religiosas y obispos que fueron asesinados y desaparecidos por su compromiso con la justicia. Murieron luchando desde sus convicciones de fe cristiana por una sociedad igualitaria para todos y todas.
No hay que pensar, sin embargo, que estos testimonios ejemplares serán rápidamente incorporadas ni a la vida de la Iglesia Católica ni, mucho menos, al conjunto de la sociedad. En primer lugar porque la propia institución eclesiástica está plagada de contradicciones y signos discordantes. Pero aún más allá de ello porque el ejemplo de vida de estos mártires contemporáneos contradice la mirada dominante en el mundo político y económico actual.
Pero además porque para muchos (algunos católicos y otros que sin serlo lo ven desde el costado político) resulta paradójico –o directamente inaceptable– que las muertes de estos obispos haya ocurrido como consecuencia de su lucha por la justicia, por los derechos sociales y populares, en abierta rebelión política contra regímenes totalitarios. Unos y otros conciben que ese no es el lugar que le cabe a los dirigentes religiosos. Un estigma que hoy también castiga a sacerdotes y laicos comprometidos que luchan por la justicia social y la integralidad de derechos motivados por su fe religiosa.