Con una puesta en escena impactante y un elenco de cantantes en general eficiente, se estrenó el viernes en el Teatro Colón una nueva producción de La Boheme, la ópera Giacomo Puccini. A 122 años de su estreno, la obra maestra del sentimentalismo musical logró conmover una vez más, con sus prototipos benévolos de personajes de la bohemia parisina del siglo XIX y su combinación operística de aplomo e ingenuidad.
Rodolfo, Marcello, Mimí y Musetta, protagonistas de la trama, representan un portento de valores positivos. La camaradería, la compasión, la solidaridad, el amor desinteresado –acaso su forma más pura– y un individual sentido de la libertad, son algunos de los valores que elevan a La boheme y sus héroes puccinianos a quintaesencia del romanticismo burgués italiano, en épocas del primer fracaso colonialista de Italia en Abisinia, la actual Etiopía.
La boheme representa una tragedia de época, distraída por el encanto y el pintoresquismo de los personajes y temperada por la espectacularidad de algunas escenas. Una tragedia en la que la privación estimula la picardía y la tos pareciera no tener razón. Ni siquiera se llama muerte a la muerte: en su último suspiro Mimí habla de “dormir” y cuando le toca a Schaunard confirmar la muerte de Mimí, lo expresa con un disimulado “è spirata” (ha expirado). Sobre esa tradición de aplomo e ingenuidad se recostó la puesta en escena del italiano Stefano Trespidi, que supo explotar con inteligencia lo que un título como La boheme puede dar, y sobre todo, lo que de eso se puede esperar. Fiel al texto y hábil en los movimientos, la puesta de Trespidi completó su sentido espectacular con las magníficas escenografías de Enrique Bordolini y los precisos vestuarios de Imme Möller.
Si en el primer acto, en el cuchitril de los bohemios, la puesta equilibró con sensibilidad dramática el momento lúdico del arrebato juvenil de los cuatro grandulones con la sucesiva intimidad del encuentro entre Rodolfo y Mimí, el segundo acto, en el Café Momus, resultó de gran impacto visual. Al punto que apenas se levantó el telón, el asombro del público se tradujo en un espontaneo aplauso. Un poster del Barrio Latino desbordante, con la muchedumbre –cantantes, Coro de Niños, Coro Estable, figurantes– en movimiento. Una multitud algo desordenada en su abundancia de sentidos, en la que sin embargo fue posible distinguir la pujanza de las individualidades. El tercer acto, acaso el más estático y concentrado sobre el sentido dramático que prepara el desenlace, con menos movimiento logró ser uno de los grandes momentos de la puesta, a partir de la escenografía de Bordolini, minuciosa y fiel al realismo romántico al que representa la novela de Murger sobre la que se basa el libreto. En el cuarto acto, de nuevo en el cuchitril, la escena reflejó la idea de retorno con la que además de dar circularidad a la trama, Puccini confirma una forma de regreso permanente que organiza a la música en varios momentos de la ópera, con citas y repeticiones que sin llega a ser lei motiv, son aparejos eficientes de la memoria.
En una puesta jugada sobre lo visual, el elenco de cantantes resultó parejo y el norteamericano Joseph Colaneri, al frente de la Orquesta Estable del Colón, no tuvo mayores problemas para interpretar de manera correcta una partitura perfecta en su andamiaje dramático y encantadora en sus gestos y colores.
Desde lo vocal los protagonistas cumplieron, aunque se destacaron los que mostraron mayor predisposición escénica. Como el barítono Fabián Veloz, que elaboró un Marcello ágil, de gran encanto, que además resultó entre los más solventes del elenco. En este sentido, la soprano Jaquelina Livieri compuso una gran Musetta, provocativa e incisiva, con la voz puesta con particular gracia y sentido musical en función del personaje. El tenor brasileño Attala Ayan mostró una voz de gran belleza en el color, pero que manejó con demasiada cautela. Tal vez eso le impidió imprimir mayor espesor dramático a un Rodolfo que sin embargo resultó convincente. La venezolana Mariana Ortiz –soprano acreditada por Gustavo Dudamel–, encarnó a Mimí con una voz pequeña e insustancial, acaso más de Mimí que de soprano. Siempre correcta, pero poco atractiva, su temperamento apareció en el final para componer con algunas sutilezas vocales una Mimí conmovedora en la hora de su muerte.
Esta Boheme es una coproducción del teatro Colón con la Ópera de Tenerife y el Sodre. El año que viene animará la temporada operística de Montevideo y en 2020 atravesará el océano para llegar a Canarias.