Desde Haití
Haití luce post-apocalíptico: rudimentario y añejo pero con la fuerza de una población que sabe que está por las suyas cuando todo –hasta la naturaleza– conspira en contra. Haití, de hecho, es post-apocalíptico: acaba de sufrir otro desastre natural, una debacle política, otra catástrofe. Derrumbado, agotado de reconstruir lo que ya volvió a caerse, así se lo veía hace semanas, así se ha de ver ahora y lo más probable es que así siga viéndose. Con mañas oxidadas y cadenitas enchapadas con el logo de los New York Yankees, bachata y merengue perdidos entre el trap y el gangsta rap, energía solar de uso doméstico y camionetas 4x4 tapizando toda calle a toda hora. Como una isla paradisíaca y prehistórica donde el brontosaurio podría aparecer después de aquella curva de esta ruta en la que hace semanas 17 personas murieron y 18 fueron heridas en un choque múltiple, la misma que una anciana de piel gruesa y pelo mota grisáceo cruza para ofrecer una cabeza de chivo recién cortada, sangrando y parpadeando. Los animales irrumpen en el pasaje urbano: un cabrito entrometido en la avenida, chanchos en el baldío de la esquina, una gallina y sus pollitos en la playa pública. A apenas 90 kilómetros de Cuba (en su punto más cercano) y unas horas de avión a Miami o a Río de Janeiro, Haití se ve, oye, huele, palpa, degusta y siente como de otro mundo. Como si ni estuviera en el Caribe, arrimada a ese triángulo escaleno para la ideología que integran su siamesa República Dominicana, Cuba y Bahamas. Haití es un agujero negro en Occidente. Y nadie ve el interruptor.
Haití es un misterio, y le han dejado tan poco para ofrecer –le han quitado tanto, hasta de los fondos y donaciones luego del huracán de octubre, de los que sólo llegó al gobierno local uno de cada cien dólares– que ése es su capital, un valor desagregado en el mundo globalizado. Googleá Haití y obtendrás un montaje de casas caídas, niños sin calzones, campos inundados, árboles arrancados, enfermedades, magia negra y prostitución infantil. No es ruta turística, comercial ni diplomática de nadie salvo de su vigilante, Estados Unidos, que le llena las góndolas con productos made in USA y le garronea materias primas a este país que prácticamente se desentendió de producir y de exportar.
Casi nadie quiere ir a Haití, y muchos se interesan por irse o que sus hijos puedan hacerlo. Haití es media isla, una nación que enfrenta la diáspora como casi todo: con la menor facilidad, con sólo 2 dólares al día por persona. Del exilio frecuente, Argentina se fue volviendo punto de llegada, pero la aspiración sigue siendo la instalación de un drugstore en Nueva York. Quienes permanecen lo hacen estoicos, pacientes y exigidos, con tiempo para el placer y el esparcimiento, disfrutando de paisajes únicos, sabores deliciosos y una historia fecunda –durísima pero fecunda–. Eso no está en Google.
Su misterio no es sobreprotección ni mezquindad. No es que el haitiano no comparta la imponencia de la Ciudadela de Cabo Haitiano, la temperatura sobrecogedora de sus aguas, la virginidad divina de sus montes, sus deliciosas langostas y su música ancestral. Hasta es capaz de percibir, pese a que los sufra como vehículos, lo pintoresco de esas camionetas para fletes adaptadas para pasajeros, que pelean clientela con las motos-remises ante la inexistencia de un sistema de transportes públicos.
Haití subsiste en el misterio porque así le es funcional al espectáculo que lo tiene como escenario principal: la ayuda humanitaria. Así, este país bello y rico geográficamente, con gente hospitalaria (que claramente no trabaja en el circuito hotelero ni en el gastronómico), no camina para el turismo pero pone caminos que validan esas camionetas último modelo en la que los soldados de Naciones Unidas lo patrullan. Lo que se ve, más allá de que la mayoría de la población en zonas carenciadas y rurales vista con donaciones particulares de bohemios del mundo, es que el asunto de la ayuda a Haití es un espaldarazo a Jeep y la industria del armamentismo: mucha 4x4 inmaculada con cinco soldados encima, cada uno con un arsenal de miles de dólares, pero escasísimas casas y hospitales.
Como el caricaturista español Miguel Villalba Sánchez propuso con su célebre viñeta luego del huracán Matthew, nadie es Haití. Al menos nadie fuera de Haití. Y esa invisibilidad será seductora para narcoestados pero no para el país más pobre de América, y menos cuando viene de enfrentar cosas tan tremendas como aquel terremoto que en 2010 dejó 300 mil muertos, destruyó medio país, endeudó de por vida a la otra mitad, y dejó sin hogar a un millón y medio de personas, con esquirlas aún visibles como el memorial hielasangre que al costado de la ruta a los balnearios recuerda a las víctimas, el vallado permanente en la casa de gobierno en la capital Puerto Príncipe, los puentes abandonados, las ruinas, las fracturas geográficas del interior rural, y aún unos 60 mil refugiados.
A los permanentes desastres climáticos y brotes epidémicos se les suma una historia política que no es sinuosa por mechar momentos buenos con malos sino porque la cosa pública parece un auto en el lodo. Allí llegó Colón y abrió el portón para la ocupación y dominación española, que duró hasta la cesión a Francia a fines del Siglo XVII. Luego de Estados Unidos, fue el primer país americano con un gesto emancipatorio, el 1º de enero de 1804; corolario de un proceso iniciado con la Revolución Francesa, cuando la colonia entendió a la hipocresía de un movimiento que hablaba de libertades e igualdades como flanco para atacarlo y los comerciantes impulsaron la revuelta. Eso, guerra de la independencia, expulsión de los colonizadores, proclama y declaración definitiva en 1825. Y 90 años después, ocupación yanqui con liberación de la legislación para convertir a Haití en su granero y mina, financiamiento a dictadores como Papa Doc y a las campañas de candidatos neoliberales, y hasta dinero puesto para pagar infraestructura y logística de las elecciones. Sin reparar en la fuerte y avasallante presencia cultural y aspiracional de Estados Unidos en Haití, fundamentalmente entre jóvenes de los centros urbanos, que integran look bachatero, bling bling, pandillerismo y iPhones.
Tan crítica es la situación política que el presidente electo Juvenal Moise tuvo que ganar dos veces las elecciones. Ex autopartista, empresario rural, secretario general de la Cámara de Comercio e Industria, candidato del ex presidente Michel Martelly, se impuso en octubre de 2015 sin la ventaja para sortear el balotaje, en una primera vuelta que repartió denuncias (y constataciones) de fraudes. El pueblo estalló y se separó entre cortes, protestas y amedrentamientos entre seguidores de Moise, Martelly y el partido de centro derecha Tet Kale; y los de su rival Jude Célestin (Liga Alternativa para el Progreso y Emancipación). Tras aquella elección entre 54 candidatos, la segunda vuelta fue aplazada en diciembre de 2015, enero y abril de 2016. Los vinílicos y la panfletería usada en aquellas elecciones aún sirven de cortinas y paredes para las precarias casillas con las que los ex refugiados se reintegraron a la urbe.
El también cantante Martelly, que impulsó leyes que bajaron los requisitos para las postulaciones y creaciones de partidos, desintegrando así a la oposición, dejó la presidencia sin sucesor, y a un año de la votación, los resultados fueron anulados y se llamó a otra. Y entonces el huracán. Recién se votó el 20/11, con una inflación del 10 por ciento y sólo una de cada cinco personas sobre la línea de la pobreza. La comisión electoral especial identificó “irregularidades” pero no “fraude de escala” como en 2015 en estos comicios en los que votó sólo la quinta parte del padrón, y que consagraron a Moise por más del 55 por ciento de votos. Martelly volvió a la música, una industria estable en Haití que tiene bastantes estudios de grabación y grupos como Klass o Nu Look, exponentes del habitual menjurje de merengue, hip hop, dance, reggae, pop melódico y música tropical. Moise, en tanto, asumirá el 7 de febrero, relevando a Jocelerme Privert, presidente interino durante un año.
En medio de todo ese caos, entre los bramidos de los camiones Mack cargados de arena, gente o comida, y sin llenarle a ninguna mujer las palanganas que con habilidad y resistencia llevan sobre el marulo, el consuelo y el recogimiento funcionan en el plano espiritual de la mayormente cristiana sociedad haitiana, muy creyente y practicante, y que mantiene lo suficientemente oculta la práctica vudú como para que no pueda ser tomado como un elemento folclórico y deba ser respetado como culto. O en la pura presencia de la naturaleza, intimidante e inspiradora, desde la imponencia de sus montes selváticos, el misterio de sus ríos de piedra blanca de montaña, sus valles fecundos y las caricias y cachetadas de su mar cálido y cristalino. Caribeño, porque Haití no es, como creía un remisero de Ezeiza, la capital de Emiratos Arabes Unidos, sino un país a pasitos de Punta Cana.
Imposibilitados física, ontológica y cósmicamente para combatir huracanes, inundaciones y plagas, y desencantados de la participación, los haitianos en general se entregan a lazos barriales, religiosos y familiares que por fuera de las iglesias no están institucionalizados en clubes ni centros vecinales. Y a menos que sean propietarios de un comercio o empleados estatales, ejercitan una economía de supervivencia. En las ciudades, donde el hacinamiento se esconde detrás de paredones coronados de alambre de trinchera sobre los que los vecinos presentan sus ferias americanas de ropa y de bolsos llegados en containers de donaciones. Y en el campo, en donde viven dos tercios de la población, la mayoría con terreno suficiente como para no pasar hambre labrando la tierra y criando animales.
Entre las zonas rurales y grandes enclaves urbanos como la capital Puerto Príncipe y las áreas más concentradas de Cabo Haitiano, Pétionville, Jacmel o Jérémie, las sierras bajas le dan ese paisaje tan imponente a Haití, de agua cristalina, playa, monte selvático y montañitas, y son cuna de una suerte de conurbano mixto donde caserones se intercalan con chozas de chapa y madera, los bananeros con almacenes que venden ron y cerveza, y templos evangélicos con baldíos rústicos donde el piberío juega al fútbol en campeonatos de 3 contra 3, a dos goles, sin arquero y con un miniarquito de caña.
En verano las temperaturas son asfixiantes y en invierno es habitual que los días se vivan arriba de los 30 grados, pero que terminen a las 18. Sin embargo, como en Brasil, la alimentación es fuerte: plátano frito, arroz con legumbres, caldos espesos y picantes, ensaladas de fideos con ají y fiambres, cerdo y pollo fritos, cabrito y, en ocasiones especiales, estofados de tripa y cabeza de chivo. No es descabellado que el desayuno incluya tallarines en salsa o sopas casera de maíz con leche y pan. Las bebidas y el hielo se dispensan barrialmente en kioskitos y casas de familia: la gaseosa multifruta Couronne, la muy digna y económica cerveza local Prestige, y el ron marca Bakara o Barbancourt.
Y el agua, siempre, en bolsitas o en botellitas: el cólera afectó recientemente a casi 800 mil personas y provocó más de 10 mil muertes, algo así como uno de cada mil haitianos falleció en una epidemia en la que recientemente Naciones Unidas admitió, tras un informe filtrado a The New York Times, que habría tenido la culpa porque la cepa pudo provenir de agua servida de unos cuarteles, infectada por cascos azules nepalíes enfermos, miembros de las polémicas Minustah, misiones de Naciones Unidas que orondas circulan Haití desplazando a las policías locales al control vial, puestas en duda por casi todos los gobiernos latinoamericanos y también los más progresistas entre los europeos.
Los haitianos creen fuerte en Dios. Bien por ellos, porque han quedado a su merced; sin esperar de nadie más que un caramelo o remera, descreyendo del gobierno y el sistema político, desencantados ya del verso de la filantropía de los grandes entramados geopolíticos y conglomerados económicos. Los haitianos estructuran su vida en función de una cualidad sistemáticamente implantada en el gran relato global por los organismos internacionales de crédito: la previsibilidad. Prevén que en su casa no tendrán agua ni gas de red, que les será inútil comprar heladera porque los saltos y cortes de tensión las queman, que tras el atardecer la vida urbana será en penumbras por la falta de luminaria, que no podrán acceder a sus mejores balnearios porque están explotados por los resorts y cruceros, que tampoco pueden entrar armados a bares, peluquerías y casas de lotería –como señalan carteles de pistolas y hasta rifles tachados en las puertas y escaparates de locales comerciales–, que volver a casa puede llevar hasta tres horas por el insoportable tráfico, que posiblemente no puedan gastar más del equivalente a 35 pesos argentinos al día, y que en las elecciones se cometerá fraude. Y lo peor: uno de cada dos haitianos, más de 5,5 millones, sabe que hoy no comerán lo suficiente.