Yuja Wang es una estrella. En ese ámbito de la industria cultural que se acepta llamar “música clásica”, la pianista china brilla con una personalidad musical arrolladora y el toque de excentricidad de quien desafía las convenciones. No es la primera en hacerlo, claro, ni será la última. Pero le toca hacerlo en estos tiempos, por lo que su condición de artista sobresaliente se define en la eventual correspondencia entre la manera en que conduce sus virtudes y las expectativas de una época dominada por la imagen y definida por la fugacidad y vaguedad de los cánones.
Yuja nació en China –como Lang Lang, otro pianista estrella de esta época– en una familia de artistas. Tiene un pasado de niña prodigio, una historia de concertista que contradice el estereotipo que describe a los artistas chinos abundantes en recursos técnicos y escasos de musicalidad, una discografía con cosas notables y un gusto por la moda que la lleva a elegir para sus conciertos vestidos vistosos que exaltan su físico menudo y agraciado. Es sobre esto que cierta mirada parcial se regodea en reducirla a una mezcla de femme fatale en technicolor y producto chino de alto rendimiento pianístico. Pero esa capacidad de sorprender es mucho más que vestidos entallados, faldas cortas y tacos altos. A los 31 años, Yuja ha dejado claro que es, por sensibilidad e inteligencia, una artista fuera de serie, ligada a la mejor tradición de pianistas de la música clásica.
La semana pasada Wang se presentó por primera vez en el Colón. Ofreció dos conciertos de la temporada del Mozarteum, con un programa sustentado en dos grandes obras: la Sonata nº3 en Si menor Op.58 de Frederic Chopin y la Sonata para piano nº6 en La mayor Op.82 de Sergei Prokofiev, además de páginas breves de Sergei Rachmaninov, un imprevisto Félix Mendelssohn y una serie de bises que celebró sus posibilidades de virtuosa decimonónica y retribuyó los aplausos incesantes. “Me habían dicho que el Colón era un lugar mágico, y pude comprobarlo. Estoy extremadamente feliz”, dice a PáginaI12, en un inglés con acento del norte, cimentado durante sus años de residencia en Nueva York y otras ciudades de EE.UU. “Tenía mucha expectativa por este concierto. El público fue muy cálido y la acústica es maravillosa”, agrega. La pianista afronta el tramo final de una extensa gira por Sudamérica que antes de Buenos Aires la llevó por Medellín, Bogotá, Lima, San Paulo, Río de Janeiro y Curitiba, para seguir después en Montevideo y Santiago de Chile. “Buenos Aires fue la única ciudad en la que di dos conciertos”, aclara.
Con una interpretación de Chopin sobria en su fortaleza y de una elegancia que no necesitó anabólicos sentimentales, Wang dio cuenta de su condición de pianista madura. El sonido claro, la articulación perfecta, el fraseo direccionado con precisión y la capacidad de rendir con gracia los contrastes que sostienen una trama endiablada, distinguieron su versión de la Sonata nº6 de Prokofiev, obra que por su temible dificultad técnica y su empeño expresivo algunos grabaron y muy pocos se animan a tocar en vivo. “Es cierto que los compositores rusos me atraen, como también Brahms, Beethoven, Schubert. Pero en los rusos hay algo especial y tal vez tenga que ver con que la primera música que escuché fue de Tchaicovsky. Mi mamá era bailarina, mi profesora en China había estudiado en Moscú y crecí en un ambiente ideológico y cultural siempre muy conectado a Rusia. La literatura que leíamos era rusa. Era de lo que hablábamos y lo que nos hablaba. Pero más allá de todo eso, ¿quién puede resistir una melodía de Tchaicovsky o Rachmaninov?”, pregunta Wang entre risas. Asegura que encuentra el mismo placer en tocar sola, en un grupo de cámara o con orquesta: “Toco lo que me interesa tocar y con quien me interesa. Trato de no quedarme con lo que tengo a mano. Me interesa explorar nuevos compositores y estoy probando como directora. Me gusta esa idea de escucharnos con la orquesta y comunicarnos con un gesto. Amo tanto la música, y hay tanto para hacer y explorar, que no quiero elegir un solo camino”, plantea.
Madre bailarina, padre músico, Wang comenzó a estudiar piano a los seis años. A los siete ingresó en el Conservatorio de Beijing, a los quince estudiaba en Filadelfia y a los veinte era una figura internacional. “Nunca escuché música tradicional china. En mi casa se escuchaba clásica, además de jazz y pop. Pero es la clásica la que me habla, me interpela y me pertenece. Para mucha gente en China esa es música occidental, pero es mi tradición, crecí con eso”, asegura Wang.
Sostenida por un poderoso sentido del juego y el disfrute, Wang se ofende si le hablan de su actividad en términos de “carrera”. “Odio esa palabra, no me interesan las categorías de ‘carrera’, ‘suceso’ o ‘éxito’. Mi modo de entender la música y de serlo pasa por otro lado. Trato de penetrar la música y el compositor, de que lo que haga pueda ser relevante para la época que estoy viviendo, que la gente se pueda conectar con eso que expreso a través de ese compositor. Y si me siento feliz y satisfecha con lo que toqué, ese es mi ‘éxito’. Lo demás de verdad no importa”, se planta.
En los últimos años dio un promedio de 120 conciertos por año. Una vida de viajes y estadías cortas que no la abstraen de un sentido de pertenencia. “Aprendí a sentirme como en casa allí donde esté. Ahora mi hogar está en Buenos Aires. Vivo en Nueva York, mis padres están en Beijing, amo lugares como Hong Kong porque tiene esa cosa que es China y Occidente al mismo tiempo. Me gusta mucho Viena y París, que es tan bello”, describe.
–¿Qué mantiene de sus raíces chinas?
–Sigo hablando chino fluidamente. Por lo demás, no lo sé... Todo está tan globalizado. Cuando vuelvo a Shanghai no encuentro demasiadas diferencias con Nueva York ¡Están los mismos negocios, las mismas publicidades! (risas). Al menos para mí, las raíces están en la gente que amo, no en un lugar. Ah, ¡y en la comida!