El cine adora a las figuras trágicas, porque siempre representan la excusa perfecta para filmar una película. Si estas figuras surgen de la realidad y en particular del universo de las artes en el siglo XIX, muchísimo mejor. En esta categoría el nombre del pintor francés Paul Gauguin califica bien alto, aunque es cierto que lejos de lo más alto del podio, ocupado por otro artista plástico genial y aún más trágico, como el colorado Vincent Van Gogh. Hoy se estrena Gauguin, viaje a Tahití, dirigida por Edouard Deluc, que sin embargo está lejos de ser la primera película dedicada a este pintor, famoso por la representación de imágenes de la vida al natural en la famosa isla de la Polinesia, que componen la etapa final de su obra.
Dentro de la filmografía dedicada a él se encuentra el telefilm de 1980 Gauguin, el salvaje, transmitido por la televisión argentina con asiduidad durante esa década. Ahí el pintor era encarnado por David Carradine. Puede mencionarse también la curiosidad de que fue interpretado en películas distintas primero por un famoso actor y años más tarde por su hijo, no menos popular. Se trata de Donald y Kiefer Sutherland, quienes se pusieron en la piel de Gauguin en Oviri (1986) y Paradise found (2003), respectivamente.
Todas las películas mencionadas tienen su eje sobre aquello que acabó por imponerle a la obra de Gaugin su propia personalidad: el viaje a Tahiti. Ya desde el título queda claro que esta nueva producción también se aferra a esa regla. El viaje se produce luego de un breve primer acto que cumple con la función de justificar la decisión del pintor de abandonar París en 1891 para instalarse en la lejana isla del Pacífico. Su marchand no conseguía vender su trabajo y por consiguiente su nombre no terminaba de instalarse como parte de la crema pictórica de la capital francesa, que en esa época era además la capital mundial del arte y la cultura. Una esposa y cinco hijos apiñados en un pringoso departamento no hacían las cosas más fáciles. “Acá en París ya no hay paisajes que pintar”, le dice el artista a un grupo de colegas durante una cena y la decisión de cambiar Francia por Tahití tiene que ver con eso. La forma que Gauguin encontró para darle a su trabajo una nueva vida.
Pero el viaje también representa un cambio todavía más profundo: el de abandonar la civilización para abrazar un regreso a las fuentes en el que Gauguin buscaba encontrar la esencia de lo humano. La película aborda esta búsqueda de manera partida. Por un lado recurre a una puesta en escena que se apoya en el naturalismo de las actuaciones, que sin embargo contrastan con el explícito esmero puesto en tratar de emular la mirada del pintor ante su nuevo entorno, a través de las estructuradas puestas de cámara, los encuadres y una fotografía de pretensión virtuosa. Una musicalización por momentos sobrecargada y redundante lleva la cosa unos cuantos pasos más lejos de la inicial búsqueda naturalista.
Quizá la decisión más acertada de la película, que nunca consigue ir más allá de la corrección ni apartarse del estricto Manual de la Buena Biopic, es la elección del actor francés Vincet Cassel para interpretar a Gauguin. Su cara angulosa de facciones perfectamente cubistas resulta un festival para la cámara. Masculino y bello al extraño modo en el que también lo era Jean-Paul Belmondo, Cassel tiene un rostro que parece haber sido hecho para ser filmado y el director Deluc aprovecha al máximo esa rara fotogenia. Es Cassel con su intensidad quien vuelve verosímil el drama de Gaugin y el resto lo acompaña sin desentonar, es cierto, pero sin tampoco conseguir en ningún momento ponérsele a la par.