“No hace eco porque no hay la distancia suficiente”, le dice Alejo a su mujer, Ana, cuando ésta grita para producir ese efecto, en un cañadón. La película se llama La casa del eco en referencia a un proyecto de Alejo, que es arquitecto y planea una vivienda en la que aquello que se dice quede rebotando. Avisado de que el relato cinematográfico se arma en buena medida por asociaciones –por ecos, justamente–, el espectador no puede evitar pensar que si el eco es un elemento clave en el proyecto que desvela al protagonista, si está presente en el título de la película y además se hace una referencia a él en una escena aislada (sin tomar en cuenta que el protagonista se llama Alejo, nombre que hace eco con distancia), esa idea debe aspirar en el relato a un sentido mayor que el meramente literal. Algo que se lanza y vuelve, algo que queda resonando, algo que pervive en el aire. Y sin embargo, no. No hay nada en el relato de La casa del eco que haga eco, si se permite el juego de palabras, con la idea de eco. Salvo que se pretenda que “la casa del eco” sea el cerebro del protagonista, lo cual suena no sólo pretencioso sino no del todo verificable.
Bellamente encuadrada y fotografiada, la ópera prima del realizador cordobés Hugo Curletto está atravesada por líneas narrativas que no se asocian. La película, escrita por el mismo Curletto, empieza con el protagonista haciéndose una TC de cerebro, que le indicaron porque sufre de importantes problemas de sueño. “Sueños progresivos”, dice, otra frase que suena a clave. En la segunda secuencia recibe la visita de su padre, con quien por lo visto guarda algún entripado, que curiosamente no se especificará. La pura utilidad narrativa parece justificar la visita del padre, para que legue a su hijo un terreno que alguna vez le regalaron, pero nunca se ocupó de conocer. La línea del terreno sí tendrá continuidad: Alejo (Gerardo Otero) irá con Ana (Guadalupe Docampo) a reconocerlo, y para ello deberán contratar los servicios de un baquiano chúcaro, en travesía a caballo por terreno agreste. A su vez está la cuestión de los sueños de Alejo, que se muestran indiferenciados de la vigilia, y hay escenas aisladas de Alejo con su hija, de las que extrañamente no participa Ana.
La película parece construida por una suma progresiva (como los sueños del protagonista) de líneas narrativas, que no ayudan a dar cuerpo al relato, entendiendo por tal algo orgánico, sino a engordarlo, en el sentido de un peso sobrante. Las imágenes digitales de la casa cuyas líneas remedan los laberintos del oído medio, la visita del padre, la situación de tensión con el guía, el motivo del envenenamiento de Alejo, que recuerda demasiado a La araña vampiro, que transcurría en la misma zona y también trataba de un viaje alegórico. De todo eso, lo que parece importar (así sucede al menos en términos emocionales y dramáticos) es el abismo que separa a Alejo de Ana, en torno del deseo de ser padres o no serlo. Algo que se juega en los escasos minutos de la discusión culminante (y en una escena muy anterior, que podría servir de indicio) y casi nada en el resto de película.