Este jueves el lugar de la película de terror semanal lo ocupa Criaturas nocturnas, de Fritz Böhm, que representa un nuevo paseo cinematográfico por la tierra de los hombres lobo, uno de los temas clásicos del género. Su principal aporte está dado por el carácter de relectura de la licantropía en clave femenina. Un gesto de modernidad perfectamente consciente, que en su mitad inicial aborda el tema de la construcción de la propia identidad más allá del corset binario.
La película comienza con un padre bastante oscuro, interpretado por el siempre intimidante Brad Dourif, que le cuenta una historia de terror a su pequeña hijita Anna. Es la historia de los Wildlings, monstruos que habitan en los bosques y se comen a los niños. El hombre parece disfrutar del miedo que el relato provoca en la nena, pero aún así tiene con ella gestos cariñosos. Eso no le impide mantenerla cautiva en su propio cuarto, cerrando la puerta con llave, poniendo barrotes en las ventanas o electrificando el picaporte para reprimir en ella el deseo de salir. Cuando Anna tenga su primera menstruación y el padre comience a inyectarla en la panza todas las noches, quedará claro que lo que busca es mantenerla siempre niña. Sin embargo hay dolor en ese intento y cuando la chica, ya adolescente, le pide que la libere del sufrimiento, el padre no consigue matarla y termina pegándose un tiro en la cabeza. Como si se tratara de una versión extrema del cuento de Blancanieves, ese acto que debería haber significado su muerte acaba convertido en el de su liberación.
El descubrimiento traumático del mundo exterior, cuando es encontrada por la policía, es también para Anna el descubrimiento de ser mujer. Estos hechos permanecerán unidos en su crecimiento y ambos impactarán en ella con una crueldad mayor que aquellos represivos cuidados de los que su padre la hacía objeto. Que su maduración sexual acabe liberando un monstruo que hasta entonces había permanecido encadenado dentro de ella, funciona bien como metáfora de los cambios que operan durante esa dura transición entre la infancia y la adultez que es la adolescencia. Una metáfora que, también debe decirse, tampoco es demasiado original: toda la saga Crepúsculo orbitaba en torno a esa idea, aunque aquí se le da un uso mucho menos conservador. Lejos de la culpa moralista de las novelas de Stephanie Meyer, la protagonista de Criaturas nocturnas lucha con quienes la rechazan por su derecho a ser quien es y consigo misma para aceptarse en su particularidad.
Todo esto suena fantástico y hasta cierto punto del relato lo es. El problema es que en algún momento asoma lo peor de la clase B (los lugares comunes, las resoluciones esquemáticas, un discreto diseño de producción que empobrece la puesta en escena) y todo lo bueno de Criaturas nocturnas se va diluyendo en un final discretamente feliz que no marida nada bien con el espíritu oscuro que ordena la mejor parte de la película.