Una de las películas más clásicas de los estudios Disney en mucho tiempo (aunque definitivamente modernizada), Moana representa el regreso del tándem integrado por Ron Clements y John Musker, realizadores de clásicos modernos del estudio como La sirenita y Aladino, reforzados aquí por un segundo tándem, compuesto por Don Hall (coguionista de Las locuras del emperador y Tarzán) y Chris Williams (realizador de Bolt). “¡No soy una princesa, soy sólo la hija del jefe!”, se enoja en un momento la protagonista, haciendo una aclaración más que nada metalingüística, ya que como se sabe en el caso de Disney “la película de princesa” es un género de extendidísima tradición, que va de Blancanieves a Frozen. Más que en sí misma (la diferencia entre nobleza y plebe no es particularmente significativa aquí), la aclaración importa como expresión de la voluntad de diferenciación por parte de sus creadores. Voluntad que se expresa sobre todo en la segunda parte de la película, la más aventurera, autorreferencial y desenfadada. En otras palabras, la más moderna.
Con un guión escrito por Jared Bush (Zootopia), Moana –que en la Argentina se estrena con el subtítulo Un mar de aventuras– plantea un conflicto entre tradición conservadora comunitaria o familiar, y deseo personal de renovarla, clásico de las modernas princesas-Disney (ver La sirenita, Pocahontas, Mulan). Moana está llamada a heredar el gobierno de una isla del Pacífico Sur y su padre, el Jefe Tui, le inculca que por nada del mundo deberá ir más allá de la línea de los arrecifes, ya que allí reinan peligros que los humanos no deben afrontar. En verdad, el temor de Tui tiene un origen estrictamente personal, debido a una tragedia vivida en su juventud en esa zona ahora tabú para él. Pero Moana oye una segunda voz, la de su abuela Tala, narradora de cuentos fantásticos de la aldea, que le habla de cierta piedra sagrada que encarna el corazón de una diosa y que un semidiós llamado Maui habría robado en tiempos inmemoriales. Furiosa, la diosa Te Fiti produce calamidades naturales que están afectando la isla, como por ejemplo la escasez de pesca, y que Tui, que no cree en esas historias, no sabe cómo remediar. Como puede imaginarse, Moana se atreverá a desoír a su padre, se subirá a una frágil canoa, desafiará las olas y tormentas, y se lanzará más allá de los arrecifes, en busca del semidiós y su piedra sagrada. Con ello restituirá, a su vez, el olvidado destino de su pueblo.
Desde La sirenita en adelante, las heroínas-Disney se fueron haciendo menos acarameladas y más temerarias, y Moana avanza un poco más en esa línea. Sus gigantes ojos negros aseguran que el espectador se enamore de ella, y verla de bebé en las primeras escenas, caminando torpemente hacia el mar (la imitación de lo real de los animadores de Disney sigue siendo tan extraordinaria como en tiempos de Blancanieves), asegura que el enganche se consume. Moana es una heroína muy humana: decide enfrentar al semidiós, que la decuplica en tamaño, pero antes de hacerlo ensaya como diez veces su discursito, que después no le sale. De todos modos, no está sola. Cuenta con la ayuda nada menos que del Océano, que siendo pequeña la eligió como la destinada a rescatar la piedra sagrada, restituyendo así el corazón de la diosa. Moana es una Elegida, categoría mística que aparece una y otra vez en productos de la cultura estadounidense, y que tal vez sirva como argumento mágico para explicar la intervención de Estados Unidos en el mundo real.
Narcisista y fanfarrón, el gigantesco Maui (en la versión subtitulada la voz es, con toda lógica, la de Dwayne Johnson, más conocido como The Rock) es prácticamente el mismo personaje que Kuzco, el de Las locuras del emperador, de cuyo guión participaron Chris Williams y Don Hall, codirectores aquí. Su relación con Moana es la de una buddy movie: empiezan peleando y él comportándose como una rata, y terminan siendo amigos, con el individualista aprendiendo a compartir y la chica inmadura madurando, claro, que si algo es esto es un cuento de iniciación. Larga (dura casi dos horas), Moana está llena de personajes secundarios (los típicos animalitos cómicos de Disney), hallazgos brillantes (unos cocos pintados que son terribles piratas), ricos detalles (como El hombre ilustrado de Bradbury, los tatuajes de Maui cobran vida propia), belleza visual (las naves de los isleños que zarpan al final) y, claro, canciones que nunca están de relleno, sino que refieren a la historia por otros medios.