Todo comenzó con una protesta callejera, en una plaza pública, intolerable para el Sr. gobernador. Los unos y primeros, en el intento de salvaguardar sus ansias cooperativas, hijas de la solidaridad, para construir casas y barrios para los más necesitados y pobres, ladrillos para esos menesteres, escuelas para que se eduquen, plazas, parques y piscinas para que los niños pobres jueguen, templos para que todos festejen su nacionalidad, sus costumbres y pertenencias teológicas, y sus leyendas originarias, fábricas para trabajar, construir, amoblar sus viviendas y para vestirse o vestir a sus niños, por un lado, y los otros, los segundos, un gobierno elegido por la mayoría de los habitantes para gobernar a todos –no sólo a favor de los integrantes de su clase–, para consolidar el poder político, permitir su desarrollo, con el tiempo también procurar perdurar al infinito en el poder. El cuento se desarrolla en una sociedad y en un territorio que todavía conserva rasgos múltiples de dos nacionalidades diferentes, una de las cuales desciende mayoritariamente de pobladores originarios del país, con sus signos, sus costumbres, su bandera –mediante la cual se identifica a sus integrantes– y la otra proveniente de conquistadores, en un principio, y de inmigrantes después, conservadores de su lenguaje, sus costumbres y hasta identificados tras otra bandera, aun cuando el tiempo haya mezclado sólo parcialmente y en ocasiones su presencia, sus orígenes, sus costumbres, sus leyendas y hasta las banderas comunitarias. La trama ni la escena comienzan de cero. Los últimos, segundos, han logrado ya consolidar su poder, y no se sienten cómodos con el avance de los primeros, mientras que éstos procuraron ya, y lograron, ciertos bienes que, en parte, son imitaciones necesarias para estos tiempos, en partes conquistas sociales, por último, representantes consolidados de la dignidad de los seres humanos en la época en la que actualmente vivimos todos. Si alguien quisiera describir estas comunidades por sus esperanzas e ideales, bastaría con decir que se enfrentan solidaridad social con egoísmo individual, los unos en su afán de conseguir aproximarse a la igualdad de los seres humanos sin degradar a los otros, los otros en procura de conservar sus privilegios, mediante el triste y sencillo papel de quitarles la libertad a los líderes de los primeros y reducir a servilidad a los demás componentes de la comunidad, por medio de volver a convertirlos en sus servidores.
El pueblo en el cual este enfrentamiento se desarrolla se llama Jujuy, según la voz de su lenguaje originario, el gobernador conservador se llama Morales, los que quitaron la libertad y reprimieron se denominan jueces y quienes perdieron la libertad ya por más de mil días, gracias a trabajar por sus esperanzas y la dignidad de sus pueblos, son Milagro Sala, convertida en líder, y sus colaboradoras y colaboradores. Lo construido a través de años está poco menos que destruido sin sentido alguno, sobre todo sus logros comunitarios, las personas encarceladas no sólo han perdido su tiempo sino, incluso, algunos su salud. Uno y mil días y noches –casi tres años– sin libertad. Vaya dicho de paso, con el tiempo, la sociedad universal –a la que pertenece el país en el cual se ubica el territorio en disputa, por convenios obligatorios internacionales suscriptos, ratificados hace tiempo parlamentariamente e incorporados a la Constitución nacional– se dio por enterada de aquello que sucedía y decidió ella misma, mediante varios organismos de regulación internacional y por las vías correspondientes, ordenar a los jueces jujeños y argentinos en general la libertad de los encarcelados sin razón; nuestra Corte Suprema tardíamente, con su mañas, avaló la decisión internacional. Ni al gobernador, ni a sus jueces, ni a los organismos de gobierno de los que él depende en sus relaciones internacionales, les hicieron cosquilla estas decisiones, que son desafiadas abiertamente por sus comportamientos contrarios, en clara exposición de nuestro aislamiento universal y republicano. Yo digo: ¿no es hora de pensar en sus destituciones y juzgamiento mediante los remedios que nuestra propia Constitución política nos manda y regula?; no pretendo un Derecho internacional con destino de violencia en sus reacciones; pero ¿no es posible exigir una mínima reacción por la desobediencia a sus leyes e instituciones, como sería, por ejemplo, negarse a escuchar a los representantes del país transgresor en las Asambleas generales? Total, para las hipocresías que ponen de manifiesto, nada se pierde.
* Profesor Emérito U.B.A.