El viaje nunca empieza cuando se descuentan kilómetros, en el aire avistando como pájaros los cambios de la geografía a gran velocidad o en la tierra, las ruedas y los ojos pegados a las rectas de asfalto. El viaje empieza con su anticipación, una segregación de líquidos en la boca, el regusto de un manjar, el banquete de unos días escritos y reescritos como un palimpsesto en la memoria, una talla como un tatuaje que recupera relieve hinchado con tintas nuevas. Otros viajes alimentan el recuerdo, otros el mismo, con cualquier destino. Las glándulas se inflaman, se disuelven después en gotas, se reparten en la garganta, hacen ruido en el estómago, ruedan, lubrican, mojan porque el cuerpo sabe dónde va. Ahí empieza, en ese momento en que el tiempo se rebela y desbarata la tensión de la línea donde se pretende acomodarlo. Que se deslice y se vaya. Pero no, todo el año, todos los años, la vuelta al sol gira hasta octubre, hacia esos días en que todo se suspende: la vida cotidiana, lo que sabemos de nosotras, las formas de nombrarnos, lo que descubrimos y olvidamos; ese ensueño de que no haya horas ni cansancio porque aunque sean 20 de viaje por tierra, llegar es empezar a sentir cómo la sangre fluye y cómo es fácil que cualquier líquido fluya porque no hay nada que retener: estamos entre nos, somos cómplices en calles muy diversas porque estamos en lucha y por estos pocos, locos días nuestros en que la lucha también es fiesta. Aunque como siempre se detengan las caravanas en la mitad de la nada porque el motor, porque el cansancio de los choferes, porque saben que llevan como carga a las enterradoras de lo que ellos tienen como certeza, como tierra firme: la heterosexualidad obligatoria, su monopolio sobre la iniciativa sexual, la dirección de la acción sobre cuerpos que no deciden, porque no pueden con eso desde antes de estar en ruta y se detienen. Y entonces hay que esperar y en la espera las estrellas del camino, la fugaz que cada vez se descubre con la misma sorpresa, la cantidad de las estrellas en una geografía cualquiera sin luces, encandila; ahí lo sagrado, ahí en la piel la noche. Ahí tan cerca, otra más bañada por la misma luz o la misma oscuridad, sintiendo como los humores internos se alteran como la marea por desplazamientos imperceptibles. Otros micros viajando, otras compañeras con el sabor en el fondo de la boca, las que ya llegaron y ocupan los lugares que al día siguiente será imposible. Porque siempre somos muchas, porque siempre vamos con la ilusión de debatir, hacer política, saber en qué estamos pero sobre todo vamos con el deseo de encontrarnos y hacemos de eso fiesta. Abriendo con las manos una cuña en el tiempo, metiéndose en el intervalo para hacer lo que queremos o lo que podemos, diseñando el plan de lo que todavía no nos animamos pero deseamos, con esa inquietud de los deseos que se cruzan, a veces antagonizan, dan miedo, hacen cosquillas, pero allá vamos.
El Encuentro es una fiesta, vamos a la fiesta cuando vamos y por eso también el Encuentro es político. Porque hay una experiencia que se vive, como toda experiencia, pero es apenas apresable con otro lenguaje que no sea el de los abrazos, la transpiración y las ganas que muerden los labios como antes del beso. No es el de las palabras, aunque todas lo intentamos, escribimos, nos leemos en las redes, lloramos a la vuelta y nos calmamos porque igual, la fiesta sigue latiendo, sigue ardiendo, quemando, recordando, acumulando imágenes como cartas marcadas para sacarlas de la manga cuando lo cotidiano asfixie. ¿En qué otra descripción los gerundios serían capaces de ordenarse uno detrás de otro como golpes de bajo en el medio de la pista si no es en la de la fiesta? La de la siesta en el pasto enredadas entre varias, la de la cerveza fría en la primavera que se despliega siempre en esta época como nos desplegamos las encuentreras en ese fluido erótico que anda entre los tobillos como un ramalazo de electricidad, que no busca resultados, a quién le importa la efectividad, terminar no terminamos nunca porque siempre estamos montadas sobre la ondulación de la marea, agitadas en discusiones que no terminan, emocionadas por los dolores ajenos, sintiendo el eco en los propios, trenzando duelos y resistencias. Hacemos del lugar que nos aloja una experimentación permanente ¿cómo es el mundo feminista que estamos creando? ¿lo hacemos cuándo compartimos la comida, los talleres, el deambular en grupo y risas, la mirada que planea sobre otros grupos, nómades en la propia tierra de la que nos apropiamos con la fugacidad de la expectativa y lo que ya se está cumpliendo? ¿lo hacemos cuando hablamos en abrazos cruzados de lo que nos queremos sacar como escamas de piel demasiado quemada al sol? Los celos, la desconfianza, las demandas del ego, el escaso reconocimiento de las otras, el largo etcétera que arrastramos de la vida pasada antes del feminismo que hacemos, que deshacemos, que queremos, que inventamos, que falla y que vuelve a fallar pero no dejamos de intentar. Duele la cintura de dormir en el piso, duele de no dormir directamente porque sobre la fiesta de estos días hay fiesta también de música y baile y cuerpos desnudos y besos sin profilaxis ni dirección más que la de abrir más zonas de experimentación, de tensión de lo posible y lo imposible. Ahí estamos mezcladas y enredadas, somos tan distintas en los colores, las edades, las geografías que habitamos, la lengua que hablamos y sin embargo ahí todas en celebración de amantes en fuga de lo que todos los días condiciona y aturde. Esta vez fue en el desierto, donde las amantes guerreras desafían al viento, donde el polvo se nos mete en la piel y entre los dientes, el desierto patagónico que nos curte y nos susurra las voces que lo habitaron antes, que todavía lo habitan. Amantes de todo lo que nos deja ser otras, amantes de eso que atisbamos como propio, con los pies mojados en la orilla de lo que desconocemos.
Nos tienen miedo porque no tenemos miedo, cantamos en la calle, los torsos desnudos a veces, engalanados siempre por nuestras pertenencias militantes, los brillos, el amor y la amistad que cultivamos. Somos el malón que viene a arrasar con toda normalidad y recibimos piedras, nos disparan, nos persiguen y de todos modos, hacemos fiesta, nos consolamos, volvemos a la calle para abrazar a las heridas, para rescatar a las detenidas, para seguir siendo manada aun sobre el filo del último día.
Nuestra potencia está también en el goce y ese es inexpropiable. Habita nuestros cuerpos, les da un saber que hace girar al tiempo otra vez en torno al sol y desafiando el calendario aunque ahí en ese diagrama plano los días seguirán marcados y aunque hayamos vuelto y falte tanto para la próxima cita, la fiesta seguirá ardiendo, latiendo, emocionando. Somos las otras, les otres de todo. Somos la posibilidad de que todo cambie y de cambiarlo todo. Somos, también, la fiesta. Y la fiesta, como el Encuentro, es política.