Como si la vida contemporánea en sus mil variantes estuviera todo el tiempo en la vidriera, no hay decisión, elección, deseo o costumbre que no suscite una marejada de opiniones. La mayoría de las veces a favor y en contra, blanco sobre negro, pero siempre con un factor en común: que la diferencia entre mirarla de afuera y estar, con todo el cuerpo, atravesando determinada experiencia, es abismal. Insalvable. Un abismo al que la ficción, a veces, se puede asomar, y Vida privada, la película de Tamara Jenkins sobre una pareja heterosexual que está tratando de tener un hijx, se funda en esa posibilidad de asistir a un viaje bastante infernal a través de un laberinto de consultas médicas, hormonas, inyecciones, punciones, frustración y anestesia. Rachel (Kathryn Hahn) y Richard (Paul Giamatti) tienen más de cuarenta, son escritores y alquilan un departamento en el East Village. No les sobra la plata pero a pesar de eso, con la sensación de que es ahora o nunca, deciden embarcarse en una serie de tratamientos de fertilidad que funciona como una especie de dominó: cada intento, al fracasar, parece convocar al siguiente, cada vez más caro, más doloroso, más complicado. Pero, ¿por qué parar, si ya invirtieron tanto tiempo, plata y emociones a lo largo de más de dos años?
Vida privada no es una película fácil de ver, ni siquiera fluida: como les pasa a sus protagonistas, en algún momento se siente el tedio, lo frustrante y sobre todo la confusión de tener que asimilar nuevos diagnósticos, nuevas opciones, de gestionar fracasos y esperanzas, jugarse todo, no saber en qué momento ni cómo salir de esa vorágine. Si no fuera por la calidez infinita de Paul Giamatti y Kathryn Hahn -ese milagro de mujer despeinada con la sonrisa más dulce del mundo, siempre con un toque de amargura, como si asumiera con todo el cuerpo la dificultad de la vida-, Vida privada y sus secuencias casi documentales de quirófanos y consultorios y entrevistas de adopción sería demasiado. Porque además del deseo, se trata de dos seres sometidos al tribunal más duro del mundo, ése para el cual son, en la imposibilidad de reproducirse, “juguetes rotos”, como se dice en una escena bastante efectista a través de una canción. La película logra transmitir la experiencia de estos personajes en toda su densidad y a la vez contraponerle otras voces, otras miradas, como la de Cynthia (Molly Shannon), que será la encargada de personificar a ese coro griego que susurra, con cierta crueldad: qué locura, por qué no se resignan, qué locura. Es a través de la hija de Cynthia, Sadie (Kayli Carter), a la que la pareja considera como posible donante de óvulos, que los dos protagonistas se verán confrontados con una sobrina que es también una especie de hija y en la que se condensa toda la extrañeza de ese intercambio de material biológico por agradecimiento, cuidado, culpa y dinero.
Lo interesante de la película de Tamara Jenkins (que antes hizo Suburbios de Beverly Hills, de 1998, y La familia Savage, 2007, a razón de una película muy buena cada diez años) es que a pesar de estar tan concentrada en una vivencia particularísima que tiene que ver con la reproducción, los personajes de Rachel y Richard trascienden esa historia y se plantean como dos adultxs en la cumbre de su fragilidad. A través de ellos, lo que se pone en escena no es solo esa maraña indescifrable de ser o no ser padres y madres, y a costa de qué, sino otra experiencia que es acaso la parte más dura de la adultez, especialmente en un mundo triunfalista: la de saber hasta cuándo luchar, cuándo tirar la toalla, o cuándo aceptar que ciertas posibilidades ya no están abiertas.