Cuatro años después de su ópera prima, Mauro, una potente ficción premiada en la edición 2014 de Bafici, el director Hernán Rosselli eligió el terreno del documental para su segundo trabajo, Casa del Teatro, cuya acción tiene lugar en el mítico hogar para viejos actores sin recursos, que además son sus protagonistas. En particular uno, Oscar Brizuela, que se destaca del resto no solo por su particular energía, sino por cargar con una amnesia parcial, secuela de un ACV. Por si eso fuera poco, también debe lidiar con la búsqueda de su hijo Maximiliano, desaparecido sin dejar rastros.
Uno de los puntos fuertes de Casa del Teatro –también estrenada en Bafici– es la hibridez con que se desarrolla, manteniendo la incógnita acerca del límite entre lo real y lo ficticio. Elementos como la presencia de un detective privado, contratado por el protagonista para encontrar a su hijo, tienden puentes no sólo con la ficción sino con géneros como el policial, pero puestos patas arriba. “Todo nació por sugerencia de Santiago Hadida, coguionista de la película. El padre de un amigo suyo que vivía en la Casa del Teatro nos permitió un primer contacto con la institución”, comenta Rosselli. “La idea inicial era hacer un documental de observación, aunque también teníamos en la cabeza una película de cierto vuelo dramático. Pero fuimos un poco a la pesca, sin plantearnos grandes temas a priori”, continúa.
“Ahí conocimos a Oscar y la complicidad fue inmediata”, recuerda el director. “No se parecía en nada a otros residentes: era muy juvenil, no tenía una épica de su carrera de artista ni sentía nostalgia por el pasado. A pesar de que trabajó en casi treinta películas, para él ser actor era uno de tantos trabajos que había hecho para ganarse la vida. Eso me gustaba. Eso y ciertas figuras retóricas con las que condimentaba el relato de su vida, llena de aventuras pero al final un poco trágica”, redondea.
–Aunque Casa del Teatro se presenta como documental, no es difícil dudar. ¿Dónde se encuentra el límite entre realidad y ficción?
–Casa del Teatro es un documental, de la misma forma en que Mauro es una ficción. Sin embargo, está bien desconfiar. Sucede que usamos la migración de los recursos y los modos de producción del documental a la ficción y viceversa, y eso produce cierta indeterminación. La puesta de cámara, el montaje narrativo, la derivas de la historia o lo excéntrico de algunos de sus personajes. O el uso de música y la apropiación de material fílmico. Aún así, teniendo en cuenta el delicado conflicto que atraviesa a la película, siempre intentamos que el contrato con el espectador estuviera claro.
–Uno de los detalles que hacen de Casa del Teatro una experiencia intensa tiene que ver con la sensación nebulosa de atemporalidad que provocan los personajes medio extraviados que transitan por ella.
–En términos estrictamente cinematográficos, la idea de esa estructura fluctuante es algo que surgió a partir de la enfermedad de Oscar. Durante su convalecencia, me pidió que lo ayudara a conectarse con algunas personas en el exterior. Un día filmé casi de casualidad una escena –que está al comienzo de la película– donde Oscar revisa una libreta vieja e intenta llamar por teléfono, y me di cuenta de que ese era el punto de partida. La tábula rasa de una estructura que necesariamente iba a perturbar el objetivismo del documental observación. Dos puntos de vista o registros que iban a convivir.
–Un tema cercano a la memoria es la identidad. Oscar no termina de saber quién es, y el desconocimiento se traslada al público. ¿Fue difícil trabajar ese ciclo de memoria, identidad y realidad?
–Fue difícil. Oscar reconstruye su vida al mismo tiempo que el espectador reconstruye la vida de Oscar y el funcionamiento de la institución. Uno de los momentos más emocionantes fue encontrarme con Alicia Boggie, su exmujer y madre de su hijo. Ella no quería saber nada con la película ni con él, pero me permitió confirmar algunas hipótesis de Oscar y reconstruir otras. Aún así, hay un misterio que se mantiene inaccesible para la cámara, porque no se puede saber todo sobre alguien. Y la tragedia de la desaparición es justamente no poder encontrar sosiego a la elucubración constante de motivaciones, hechos y accidentes. Una máquina de ficción algo mórbida. Frente a eso, solo nos quedan la amistad y la empatía.
–¿Utilizó la amnesia de Brizuela como un papel sobre el cual tenía la libertad de escribir la historia que quisiera, incluso la de él?
–La historia que quería no, sino reconstruir qué era lo que le había pasado. Me interesaba esa idea de verdad y las hipótesis a su alrededor. Pero la idea de reconstruir ese pasado utilizando material de Póker de amantes (1969), la primera película en la que trabajó Oscar, que se encontraba inédita y que Fernando Peña encontró hace unos años, recién surgió a mitad del proyecto.
–La desaparición del hijo da pie a una subtrama policial blanda, ya que para encontrarlo Brizuela contrata a un detective. ¿Aprovechó esos vínculos para regular la intensidad de la oscuridad y la luz en el relato?
–Para mí, el gran desafío del cine es el claroscuro, cierto movimiento de la oscuridad a la ternura. Y la historia de Oscar va un poco a contrapelo de cierta ligereza del cine contemporáneo. La cuestión es que Oscar y Jack Caitak, el detective, son amigos desde hace años. Jack tiene un local en la galería Quinta Avenida, frente a la Casa del Teatro, una oficina frente a Tribunales, y dirige una pequeña red de detectives privados. Al principio, Jack no quería saber nada con que lo filme y a mí me volvía loco la idea de filmar ese trabajo, el de un detective, por fuera del aura del cine de género.
–La amnesia también es interesante como figura, porque identifica el estado de los actores recluidos en la Casa del Teatro, todos olvidados de algún modo. ¿Ese símbolo puede extenderse al cine?
–No iría tan lejos. Pero sí hay algo de resistencia cultural en el retrato de alguno de los personajes que aparecen en la película y en los géneros que ellos rescatan: la canción popular, el circo criollo, la milonga, la zarzuela. Hay una idea que sobrevuela la estructura de la película: que la lucha por la existencia, por la vida, es la misma que por la narración de la propia historia, en el pasado, o por la ficción amorosa que construimos para vivir mejor en el presente. Sin ese relato, simplemente dejás de existir, desaparecés.
–Aunque puede decirse que sus dos películas son opuestas, trabajan sobre un patrón narrativo similar pero inverso, como si fueran negativos. ¿Cómo fue el camino que lo llevó de una a otra?
–Son opuestas pero complementarias. Durante unos años se filmaron en simultáneo: la misma cámara, el mismo lente, la misma apertura de diafragma y una puesta similar. Incluso filmamos una escena con Oscar y Mauro Martínez ensayando un diálogo de La paradoja del comediante, de Diderot (un libro que me fascina), con la idea de incluirla en la película. Ideas que quedan en el camino pero que son parte de la deriva creativa... Ese sentimiento de potencial incipiente que tienen los rodajes o las reuniones en las que se disparan ideas, para mí es lo más parecido a la felicidad total.