Un día de finales de 1963, sonó el teléfono de casa. “Buenos días, me llamo Sergio Leone”. El tipo dijo que era un director de cine y, sin demasiados preámbulos, añadió que más tarde me haría una visita para hablar más detalladamente de un proyecto.

El apellido Leone no me resultaba nuevo, pero, en cuanto lo vi en la puerta de casa, algo en mi memoria se activó inmediatamente. Noté enseguida un movimiento en su labio inferior que me recordaba algo: aquel hombre se parecía a un chiquillo que había conocido en tercero de primaria.

Yo le pregunté: “Pero... ¿sos Leone, el de mi colegio?”.

Y él: “¿Y vos Morricone, el que iba conmigo al Trastevere?”.

Como para no creérselo.

Cogí la vieja fotografía del colegio y ahí estábamos los dos. Fue increíble que nos encontráramos después de treinta años. Llegó para hablar de Por un puñado de dólares, que en ese momento todavía tenía el título provisional de El magnífico extranjero. Yo sabía poco de películas del Oeste, pero el año anterior había escrito la banda sonora de Duello nel Texas (1963), una coproducción ítalo-española dirigida por Ricardo Blasco y Mario Caiano, y estaba trabajando en Las pistolas no discuten (1964).

Pasamos toda la tarde juntos. Salimos a cenar a la tasca de Filippo, alias el Carretero, un amigo y compañero nuestro de la época del colegio, que había heredado el local de su padre Checco, donde se comía muy bien. Sergio pagó. Luego me dijo que quería que viera una película. Fuimos a un pequeño cine de Monteverde Vecchio donde esa noche reponían Yojimbo (1961), de Kurosawa. No me gustó nada. A Sergio, en cambio, le encantó: parecía que había encontrado en aquella trama justo lo que él necesitaba. Tomó la estructura de Kurosawa y añadió ironía, acidez y un toque rocambolesco, trasponiendo estos conceptos a las películas del Oeste. Yo comprendí enseguida que ese tono picaresco y agresivo tendría que ampliarlo y agudizarlo en la banda sonora. 

En los años siguientes, Sergio empezó a decir que el mayor escritor de películas del Oeste había sido Homero, en cuyos héroes veía los arquetipos de sus vaqueros. No sé si en 1964 ya tenía esa idea, pero enseguida pude vislumbrar en él una gran ambición: la de reescribir el western enlazándolo tanto con el modelo estadounidense como con la comedia del arte italiana, apartándose de ambos lo suficiente como para que fuesen reconocibles pero también nuevos, innovadores, pero una cosa era decirlo y otra, hacerlo.

He de reconocer que por aquel entonces no estaba seguro de que fuera a conseguirlo: aquellos años, el western atravesaba una grave crisis en Italia, pero en poco tiempo Leone fue capaz de hacerlo renacer. Y puede que solamente él tuviera el espíritu adecuado y la capacidad para lograrlo.

Aquella película fue el banco de pruebas de mi relación con Sergio y, de golpe, todo salió a la luz, nuestra gran camaradería y nuestras diferencias. Estuvimos a punto de romper en la escena final, para la que él se había empecinado en una pieza usada de manera provisional en la fase de montaje: “A degüello”, de Dimitri Tiomkin, compuesta para Río Bravo (1959), de Howard Hawks, con John Wayne y Dean Martin. En efecto, a menudo se daba y se da esta tendencia: en la fase de montaje, cuando los temas aún no estaban escritos, te servías, y te sirves, de un tema ya existente. En casos así, el director de la película se acostumbra y no siempre resulta fácil disuadirlo y convencerlo de que acepte algo nuevo. Sergio no fue una excepción: él quería “A degüello” a toda costa.

“Como uses eso, dejo la película”, le dije. Y la dejé... ¡en un año, 1963, en el que no tenía una lira! Poco después, Leone dio un paso atrás y, enfadado, me dio más libertad. “Ennio, no te pido que imites, sino que hagas algo parecido...”

¿Pero qué quería decir esa frase? De todas formas, debía mantenerme fiel a lo que aquella escena significaba para él: un baile de muerte adaptado al ambiente del sur de Texas, donde, según Sergio, se mezclaban las tradiciones de México y de Estados Unidos.

Para responder a esa exigencia, aproveché una canción de cuna que había compuesto hacía dos años para Los dramas marinos, de Eugene O’Neill, y se la colé sin decirle nada. La arreglé de manera más incisiva para recalcar la solemnidad creciente de la trompeta que conduce al duelo. Se la toqué al piano y lo vi convencido.

“Estupendo, estupendo... pero tienes que hacer que suene como ‘A degüello’”, insistió.  La pieza se tituló “Por un puñado de dólares” y terminó siendo el tema principal de la película. Recién muchos años después le confesé que había usado un tema que escrito previamente. A partir de ese momento, Sergio quiso oír todos mis “descartes” y, con el tiempo, llegamos a usar otro.