Nieblas y neblinas, oleajes encabritados, cielos desvaídos y edificios que todavía no existen pero ya parecen pretéritos, los escenarios que el gran acuarelista inglés J. M. W. Turner (1775-1851) despliega tienen algo en común: la convicción del paisaje como pura interioridad anímica, un ánimo elástico que puede vestirse tanto de decorado teatral como de fauces de tormenta. Son 85 acuarelas y gouaches pertenecientes al Legado Turner custodiado por la Tate Britain que han desembarcado en el Museo Nacional de Bellas Artes y pueden verse desde el 26 de septiembre hasta mediados de febrero del año próximo. Con una curaduría –tan sensible como geográficamente precisa– de David Blayney Brown, la exposición propone un recorrido paulatino y moroso a través de una serie de espacios cóncavos que se entrelazan como bahías infinitas, desde la oscuridad hacia la luz, desde la solidez de las formas hacia la disolución de los límites y el triunfo de la atmósfera.

VENECIA VISTA A TRAVÉS DE LA LAGUNA

Topografía romántica

Brown nos recuerda que “el maestro que entretejió diáfanas neblinas sobre montes y lagos” fue en sus comienzos un dibujante ceñido a la descripción de la piedra y el ladrillo. Tempranamente, Turner se convirtió en dibujante de topografías, una de las ocupaciones con que los artistas de su época se ganaban la vida. Asociados con arquitectos, trabajaban por encargo: su misión era dibujar edificios, a escala y con perspectivas atractivas, emplazados en sus futuros escenarios, una especie de render decimonónico orientado a convencer e ilustrar a los clientes sobre cómo se verían sus proyectos una vez terminados. Turner se asoció con el líder de una famosa dinastía de arquitectos, James Wyatt, artífice del Panteón, el gran teatro y asamblea sobre la calle Oxford de Londres (Turner representaría en 1792 el incendio del Panteón en una acuarela de gran formato, más precisamente, elegiría el día después del incendio; bajo la luz cruda de la madrugada vemos el edificio en vías de cristalizarse en esa morfología arquitectónica tan afín al espíritu romántico: la ruina). Las vistas topográficas tenían un estilo definido: los bordes de la escena se difuminaban cuidadosamente con toques de color aplicados sobre una base gris o gris azulada y el paisaje aparecía como marco del edificio, adoptando la tipología correspondiente según la ocasión (montañoso, campestre, urbano). En ese sentido, el paisaje, aun cuando ocupara gran parte de la escena, no era el protagonista, sino más bien el decorado que traía a colación un sentimiento más o menos predecible acerca de la naturaleza y ofrecía el entorno adecuado para cumplir las fantasías (y a veces excentricidades) del rico comitente de turno.  No siempre el artista romántico abrevó en la ruina como fuente de inspiración: en oportunidades se adelantó a la catástrofe. Turner, asociado con Wyatt, realizaría los diseños para la Abadía de Fonthill (en la muestra hay una vista preciosa de la abadía de 1800, donde el edificio desaparece bajo una veladura rosada y la espesura de los primeros planos del paisaje aumenta la sensación irremediable de lejanía). El comitente de la abadía era William T. Beckford, hijo de un magnate propietario de plantaciones, “el plebeyo más rico de Inglaterra” según los periódicos, exiliado de la sociedad y vuelto a su tierra para cumplir una voluntad tan grandilocuente como descabellada: amurallar los inmensos terrenos de Fonthill y mandar a construir una catedral dentro. Beckford empujó a Wyatt a alcanzar alturas estructuralmente desconocidas para la época en el chapitel de la torre, aventura que provocó el colapso de la mitad del edificio en 1825. Luego la abadía fue demolida y se mantiene hoy como un remanente en ruinas. 

Turner aprendió los cánones del paisaje topográfico de Michael Angelo Rooker, el método de la “práctica en escala” que consistía en trabajar con un color por vez, comenzando por el tono más claro y sumando tonos más oscuros de manera progresiva. Su oficio de artista topógrafo lo llevó a realizar largas estadías en el interior del país y se acostumbró a tomar apuntes durante el verano que luego pasaría a su forma definitiva durante los meses de invierno en su taller.  Los estudios de color de Richmond, Yorkshire y del castillo de Norham, las vistas sobre el lago de Stourhead, todos ellos impregnados del claroscurismo neogótico y la predilección por los contraluces melancólicos, con sus brumas leves y pegajosas como telarañas cubiertas de polvo,  son algunos testimonios de sus expediciones. Fue en esos paseos, en el contacto directo con el paisaje, donde germinó el cambio: paulatinamente el decorado en torno al edificio fue cobrando relevancia hasta conquistar su independencia. A diferencia de los dibujantes topógrafos, Turner comenzó a desarrollar un sentido pictórico del paisaje, dibujar directamente con el pincel y establecer efectos de claroscuro autónomos del contorno, donde gesto y velocidad se vuelven visibles. 

El diseño de montaje de Brown emula algo que aparece una y otra vez en las acuarelas: el espacio abierto y penumbroso (esto último obedece a los estándares de conservación del papel, hay que atravesar literalmente las sombras para ir de un cuadro a otro) una serie de espacios cóncavos conectados, con leves quiebres de planos que nos conducen pausadamente a través de los sectores, conexiones donde resuenan los propios pasajes para los cuales la técnica de la acuarela es especialmente dúctil. Al avanzar, se perciben los espacios dejados atrás como un efecto de espejo retrovisor y los filos de la panelería, con su luminaria verde, rosa y amarillo pálido, son como las luces de una ciudad que abandonamos de noche.

UN NAUFRAGIO PROBABLEMENTE

Todo lo sólido se desvanece en el aire

El pintoresquismo tuvo su auge en el siglo XVIII y fue el británico Alexander Cozens su vocero. En su tratado “Nuevo método para asesorar a la inventiva al dibujar composiciones paisajísticas originales” Cozens afirmaba que el artista no debía imitar la naturaleza sino más bien inventarla, recreando una noción ideal que fuera también vehículo de su emotividad.  El paisaje romántico llevó a su apogeo el género pintoresco con sus composiciones escenográficas, la moda por el historicismo y el eclecticismo y la estética de la ruina. Turner reunió sus indagaciones sobre el arte del paisaje en el Liber Stodiorum (Libro de estudios), una colección de grabados inspirada en el Liber Veritatis (Libro de la Verdad) de Claudio de Lorena. Los paisajes se clasificaban en seis tipos: Marina, Montañosa, Pastoral, Histórica, Arquitectónica y Pastoral elevada o Épica. 

Si el acervo Turner nos demuestra su gran capacidad de adaptación a los diferentes estilos y una ductilidad para satisfacer demandas comerciales y mantener su vigencia al respecto, la radicalidad de las acuarelas de su última etapa, realizadas para su uso privado y apreciadas por un grupo muy reducido de coleccionistas (el crítico John Ruskin entre ellos), constituye el puente con la modernidad: las masas otrora sólidas se disuelven en manchas que ya no obedecen a otro contorno que no sea el de la atmósfera, con la imprevisibilidad, comportamiento flotante y porosidad de la misma. En algunas incluso Turner ha prescindido de todo elemento figurativo que pudiera servir como anclaje realista. Pero Turner nunca deja de ser representativo en tanto jamás abandona el paisaje (como tampoco dejará de serlo el letón Rothko siglo y medio después con sus grandes formatos impregnados de atmósfera y veladuras, una suerte de paisajismo místico). El elemento sustancial que se mantiene, más allá de la volatilidad del entorno y la configuración huidiza de los objetos, es la presencia, a veces entrecortada, del horizonte, y  la distribución de las masas (cielo, agua, tierra) en sintonía con el peso y temperatura del color asignado a cada una. En sus paisajes más abstractos, pero que mantienen todavía un escalonamiento de planos, como Lago de Lucerna con el Rigi o Lago Lemán, con el Dent d’Oche, desde lo alto de Lausana, el azulamiento de los planos hacia el fondo y la debilitación de los contornos mantienen la perspectiva atmosférica que acentúa lejanía y añoranza. En Mar y cielo, Terreno costero y Lluvia cayendo sobre el mar cerca de Boulogne la velocidad de ejecución y la preocupación por captar (antecedente impresionista) la fugacidad del evento desarman la puesta en escena de los planos y la visión contemplativa más amiga de la postal. En ese impulso por captar los efectos transitorios y llevar al máximo los contrastes es que lo sólido se desvanece. En algunos casos Turner troca la ley de lo pesado (tierra, agua, mar) abajo y lo liviano arriba (aire, cielo) y ejecuta cielos densos, amarronados y violetas. Si los hiciéramos girar 180° estos paisajes seguirían siendo paisajes, el cielo se convertiría en la tierra y viceversa.

FOLKSTONE DESDE EL MAR

El legado involuntario

Al caer la demanda de vistas topográficas Turner dedicó más tiempo a sus experimentos privados, más relajados y liberados del acopio de información. Si por el artista hubiera sido, su posteridad estaría compuesta por un centenar de óleos y nada de papel. No estaba en los planes de Turner que las acuarelas y los dibujos, ejecutados con velocidad de guepardo y en un sentido siempre preparatorio, o para “su propio deleite” como diría Ruskin, salieran a escena con papel protagónico. Pero en 1856, cinco años después de la muerte del artista, el Tribunal de Lord Chancellor decretó que el contenido completo del taller de Turner pertenecía a Inglaterra. Actualmente, la Tate Britain, en Londres, custodia la mayor parte del Legado; un museo dentro de otro. Reúne todo el contenido del taller y la residencia del artista y un centenar de óleos que conservó para ser expuestos en una futura Galería Turner con la que el pintor anhelaba ser recordado. El Legado incluye  pinturas bocetadas, estudios y trabajos inconclusos, y decenas de miles de obras en papel: acuarelas, dibujos y bocetos. Turner vendió casi toda la obra terminada que exhibió durante su trayectoria guardándose las peculiaridades y los trabajos no realizados por encargo. Así es como esa actividad marginal, aunque placentera y febril, del artista, se transforma en el núcleo vivo y codiciado de su obra. Sólo un grupo reducido de coleccionistas y admiradores supieron apreciar estas acuarelas. Ruskin, que ya había descrito los óleos de Turner como “rarezas intoxicadas”, al ver la inmensa colección de acuarelas dijo que eran la obra de un “extraordinario mago”.  

Cuenta la leyenda que hacia el final de su vida Turner desaparecía durante algunos días. Sus amigos pensaban que andaba enredado en algún amorío secreto hasta que se reveló la verdad: el artista alquilaba un par de habitaciones en un barrio comercial y ruidoso y allí se encerraba durante días enteros, en completa oscuridad. Sellaba con estopa las rendijas, como se hace en los cascos de los barcos y esperaba hasta que sus ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad. Calculaba el momento más brillante del día y abría las ventanas. El impacto de luz y el trajín callejero tenían un efecto cegador, doloroso incluso. Ese impacto aparece una y otra vez en sus últimas acuarelas, pero no se queda ahí. El resabio del choque, esa evanescencia del agua diluyendo los pigmentos, buscando a tientas su derrotero sobre el papel,  actúa como caja de resonancia y permanece a la manera de un déjà vu, el sabor de volver a perder aquello que jamás se vivió. Ya decía Borges: los únicos paraísos que existen son los paraísos perdidos.

J. M. Turner. Acuarelas, Colección Tate se puede ver hasta el 19 de febrero de 2019, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473. Todas las imágenes son ©Tate London, 2018, a menos que se especifique lo contrario.