Si uno se acerca a esta primera novela de Henning Mankell con afán clasificatorio, es evidente que El hombre de la dinamita forma parte del sector menos conocido de su literatura, no de los policiales que lo hicieron famoso. La serie Wallander fue la que lo hizo famoso y llevó al mercado a traducir sus otras novelas, las africanas –Comedia infantil y Tea-Bag entre otras–, y las europeas no policiales como Profundidades o El chino. El problema es que esa división es artificial. Como bien decía Borges, todo escritor cuenta siempre la misma historia. Tal vez por eso, en este libro de 1978 se pueden rastrear las mismas preocupaciones, recursos e intereses que en toda la obra posterior de Mankell, incluyendo los casos del detective Wallander.
El hombre de la dinamita cuenta la vida de Oskar Johansson, un dinamitero sueco que vive entre principios del siglo XX y 1969. No es la típica novela de aprendizaje y Mankell explica la razón en el prefacio donde, veinticinco años después, afirma que trabajó muchísimo en el libro. Así, esta vez, el truco comercial que implica el “rescate” del primer intento de un autor cuando su apellido ya es una “marca” nos permite el acceso a una novela hermosa y terrible, muy compleja a pesar de su aparente simplicidad. Pero tal vez la excelencia de El hombre de la dinamita no provenga solo del deseo de publicar un primer libro cuidado (como explica el autor) sino también de las exigencias del tema. No es fácil escribir un historia a partir de una vida común, diminuta, sacudida por un único hecho extraordinario:la supervivencia a una explosión de dinamita. Y es todavía más difícil si la historia es sobre todo la descripción de un estado de cosas que se niega a cambiar, un estancamiento de la esperanza reflejado en un cuerpo humano deshecho. Para pintar ese panorama, Mankell apela a un lenguaje de sintaxis muy simple que se mueve en dos voces distintas; pasa de diálogos aparentemente intrascendentes a enumeraciones de una profundidad poética impactante; cada tanto, como gran parte de la ficción posterior a 1960, muestra el revés del tejido narrativo; y varias veces siembra escenas y metáforas inolvidables, que parecen estallidos de dinamita en un paisaje aparentemente tranquilo.
Hay dos narradores en El hombre de la dinamita: uno en tercera persona que sin embargo de vez en cuando habla directamente con sus lectores y, con menos frecuencia, el protagonista en primera. Cada tanto, el narrador en tercera describe el andamio sobre el que está construida la novela. Por ejemplo: afirma que el relato está formado por “Perlas minúsculas de historia que, juntas, forman un rosario”; o lo dibuja como un iceberg. Eso último es una “instrucción de lectura”, como diría Genette, en la que se advierte a los lectores que la aparente simpleza de lo que pasa se sostiene en enormes profundidades conceptuales, en este caso relacionadas con lo político, lo social, lo económico. Por otra parte, el narrador es muy consciente de su misión: “Los datos que ofrece Oskar son pobres y escasos”, afirma. “El narrador tendrá que ensamblar los fragmentos hasta obtener un todo grisáceo”.
Sí, El hombre de la dinamita es gris, ese color aterrador y opaco, como las vidas de estos dinamiteros. Sin embargo, en esa superficie, estallan metáforas brillantes que muestran al monstruo que respira en la base. Por ejemplo: la explosión que arruinó el cuerpo de Oskar en la juventud es también la revolución socialista que desean los obreros: “Todo saltará por los aires en una sola explosión”, repiten. El problema es que ese estallido no llega nunca; que, al final, en la vejez del dinamitero, “los que están arriba siguen arriba”. El socialismo, sin embargo, tiene otros usos: sirve a la necesidad que tienen estos personajes de entender el mundo y su lugar dentro de él. Por eso, Oskar cuelga en la pared una representación de la pirámide social. El cartel lo ubica como uno entre muchos, un ejemplo del estado de su clase social: “La realidad de Oskar… es una cuestión de lucha entre capitalismo y socialismo, entre revolución y reforma. Él se considera insignificante, significativo, otra vez insignificante”. Como los hombres que la pueblan, como la historia misma, Oskar es significativo porque es insignificante.
En este relato tétrico, bello, terrible, nada heroico, hay algunas escenas que resumen el sentido del libro de otra forma a la manera literaria, sin explicaciones. Por ejemplo, el momento en que, después de la muerte de Oskar, el narrador descubre un crucigrama perdido en la casita vacía. El crucigrama está resuelto pero con una falta de ortografía que obligó a Oskar a encajar las letras, a inventarse un crucigrama nuevo, torcido, diferente. Las ondas que despliega esta escena extraordinaria (y otras como ella) flotan sobre la superficie del texto durante mucho tiempo. En esos momentos de poesía, Mankell muestra no solo su inteligencia como escritor sino su visión del mundo, esa forma de pensar que lo unía a África, a Palestina, a los desposeídos del mundo.