La NASA suele mostrar a sus astronautas antes de cada misión, con la mano en alto y sonriendo como si fueran a tomarse un avión en vacaciones. Resistencia, una memoir de Scott Kelly, primer hombre en pasar un año en el espacio, demuestra que esa imagen dista de la realidad tanto como el icónico retrato de San Martín cruzando los Andes en un caballo blanco.
La realidad es que para llegar a la Estación Espacial Internacional ISS –un contenedor metálico que orbita a 400 kilómetros de la tierra a 28.000 kilómetros por hora– los astronautas son eyectados al firmamento dentro de una diminuta cápsula llamada Soyuz. Cada asiento de los tres astronautas es diseñado a medida con un molde de yeso donde pasarán horas hasta llegar a la estación, acalambrados y con pañales. “Aceleramos tres veces la gravedad terrestre para poder subir y una fuerza abrumadora me aplasta contra el asiento y hace que me cueste respirar”. “Cuando finalmente se apaga el último motor con una detonación hay una sacudida, como un pequeño choque entre coches, después nada”.
La misión de Kelly (Nueva Jersey, 1964) fue noticia en marzo de 2015 cuando la NASA, en conjunto con la Agencia Espacial Rusa, anunció que mantendría a un hombre por 200 días en el espacio (que es el tiempo que insumirá llegar a Marte en un futuro) con el objetivo de analizar el impacto biológico, físico y psicológico sobre los seres humanos. Algunas consecuencias ya se conocen, otras se irán revelando con el tiempo. Al regresar a Tierra, Kelly –que será de por vida objeto de investigación– sufrió reducción de masa muscular y ósea, serias dificultades en la visión y recibió niveles de radiación equivalentes a haberse realizado diez placas de tórax por día durante un año.
El libro comienza por ese final, con Kelly ya en su casa, intentando adaptarse otra vez a la gravedad: no se puede parar, siente náuseas. “Cuando por fin alcanzo la verticalidad, el dolor de piernas es espantoso, y a él se suma una sensación todavía más alarmante: noto como si toda la sangre del cuerpo se estuviese acumulando en las piernas; es como cuando haces el pino y la sangre se va a la cabeza, pero al revés”.
A partir de allí, Resistencia, al ritmo del mejor thriller va a contar no sólo la experiencia de Kelly en su año en el espacio, sino también cómo llegó hasta ahí: su infancia, cómo se hizo piloto de pruebas de la Marina y cada una de sus misiones como astronauta. Pero lo que tiene valor acá es también cómo cuenta, compartiendo una intimidad colmada de detalles asombrosos, emotivos y de una manera que resulta atrapante. Así nos enteramos que al llegar a la estación espacial ISS –tras el viaje en la diminuta Soyuz– empieza la odisea de lidiar con la ingravidez y el poco oxígeno que hay para repartir entre todos, entre otras cosas. La escasez de aire limpio produce jaqueca y falta de concentración. Dentro del módulo hay tanto ruido a motores y zumbidos (otro de los tantos mitos que derriba el libro: el silencio del espacio) que es dificultoso oírse entre ellos. El camarote de Kelly es del tamaño de una cabina telefónica, duerme flotando y por más que tenga los ojos cerrados, le aparecen destellos de luz generados por el impacto de la radiación en sus retinas. También nos enteramos que en el espacio se bañan con toallitas y la orina se recicla para transformarla en agua. Se camina con las manos y por eso hay distribuidos por toda la nave una especie de enganche para pies. Toman café dentro de una bolsa plástica con pajita porque si algún líquido se “derramara” (aunque esa palabra no existe en el espacio) las gotas flotarían por toda la nave. Algo interesante es darse cuenta de que los astronautas están preparados y desarrollan múltiples tareas, desde arreglar un inodoro hasta, como el mejor científico, estudiar el comportamiento de los ratones o el crecimiento de la lechuga en el espacio. El mismo Kelly es objeto de experimentación así que él mismo se extrae sangre y clasifica sus muestras para llevar de regreso a Tierra.
Ahora bien, la infancia siempre explica algunas cosas. Resistencia cuenta que antes de convertirse en el astronauta que más tiempo pasó en el espacio, Scott Kelly era un chico disruptivo. Con su hermano mellizo ( también astronauta) tenían solo dos años cuando se escaparon de madrugada a rondar las calles del barrio. Cuando creció fue un pésimo alumno. Tenía problemas de concentración y nada lo motivaba. Sus padres policías, se llevaban mal. Su padre era alcohólico y su madre solía entrenar en el patio de atrás, usando las paredes como muro de escalada. Hasta que a los 18 años y a punto de abandonar Medicina, Kelly entró a una librería y de pie, empezó a leer Lo que hay que tener, de Tom Wolfe (un libro que desenmascara la vida del astronauta y de los pilotos de prueba) y supo lo que quería.
“Él cambió mi vida”, escribió Kelly en The New Yorker en mayo de este año a raíz de la muerte de Tom Wolfe. Y cuenta aquel primer correo que le mandó al escritor desde su habitáculo de la ISS: “Algo de lo que escribiste se clavó en mi mente”.
Y hay que decir que Kelly logra un efecto similar en sus lectores.
Porque suele decirse que este mundo es un punto, casi una nada en la galaxia. Pero Resistencia, logra que eso deje de ser algo que repetimos sin conciencia, para convertirse en la realidad más perturbadora.