El duelo y el orgasmo. El hedonismo y la tragedia. Las marcas añejas y la remodelación quirúrgica. La soledad y los centenares de amantes. La producción intelectual y el imperio del cuerpo. Entre esos extremos se mueve la Esther Díaz de Mujer nómade, retrato documental en movimiento que, siguiendo a la protagonista, fusiona confesionalismo a corazón abierto con representación, monólogos preescritos y filmaciones crudamente documentales, llantos en cámara y sueños filmados, sincericidios varios y la puesta en escena de fantasías íntimas. Recibida en Filosofía y Letras después de los 50 años, autora de incontable cantidad de libros de la especialidad incluso desde antes de graduarse, propagadora temprana del concepto de Posmodernidad y respetada especialista en la obra de Michel Foucault, a los 70 y pico esta nativa de Ituzaingó (como Raúl Perrone, a quien el realizador Martín Farina dedicó un retrato previo) no es la señora llena de canas, con anteojitos y aire venerable que uno podría imaginar. Desde hace tiempo que Díaz luce rostro aggiornado, corte post punk, cuero, tachas y una asumida preferencia por el sexo casual y con hombres mucho más jóvenes que ella. Mujer mónada.
Nada más lejos de una biopic que Mujer nómade, cuyo tiempo narrativo es el presente. Aunque tal vez sí, podría considerársela una biopic en pedazos y sin el más mínimo interés por la cronología. En el momento en que Martín Farina la filma, Esther Díaz viene de sufrir una tragedia familiar que se blanqueará casi sobre el final. Y está por sufrir un par más, de las que informa un cartel de cierre. Además, las autoridades universitarias acaban de negarle la maestría. Tal vez todo eso la ponga en un momento particularmente triste y tenso, con una voz trabajosa que se quebrará en dos o tres ocasiones, cuando el dolor venga a abatirla. Está claro que la autora de La filosofía de Michel Foucault y Posmodernidad no tiene ninguno de los pruritos que cualquier otro entrevistado podría tener, por lo cual no vacila en contar la “previa” a una orgía (finalmente no concretada), un intento de suicidio, la internación en un neuropsiquiátrico, la condición de adicta de su hija, su ruptura con su madre centenaria o el conteo de 500 amantes jóvenes que lleva hasta la fecha.
Intersectadas con estos relatos, que a veces son en cámara y otras en off, las visitas de la muy considerada epistemóloga a distintas clínicas, para atender una apnea de sueño y una puesta a punto del rostro. Entre la tecnociencia y el deseo se llama uno de sus libros más conocidos, y la propia Díaz parece pasar de la teoría a la praxis al recurrir al bisturí eléctrico para la aplicación de botox. “Intento llenar el vacío con estas boludeces”, dirá más tarde, en una crisis de narcisismo herido, “pero sigo estando igual de sola”. Pero ni ella parece dispuesta a un “cambio de vida” (si eso existiera) ni el de Farina es un documental “de conciencia”, si ese género fuera concebible. Por el contrario, no retrocederá ante ese tallerista treintañero que parece salido de la revista Muscle y que la viene cercando desde el comienzo de la película. Tampoco reculará la autora del libro de cuentos eróticos El himen como obstáculo epistemológico a mostrarse cabalgando sobre ese chongo soñado. Sin embargo, en su fantasía Díaz se desespera ante la falta de cariño del partenaire, y discurre sobre esa cuestión en off.
Mujer nómade adopta la estructura que el personaje pedía: la de un rompecabezas. Es por lo tanto, necesariamente, uno de esos documentales cuya forma final surge del montaje, a partir de decenas de miles de metros grabados. Debe haber sido largo y complicado este montaje, llevado a cabo por el maratónico Farina, quien además de la dirección, el guión y la edición se hizo cargo de la fotografía, la producción, la dirección de arte y, en forma compartida, el sonido. O sea, todo menos la música. Esa estructura no prefijada, al menos en su totalidad, acrecienta el valor de homogeneidad plástica y visual de la película, cuya secuencia inicial, para poner un ejemplo notorio, unifica varios espacios físicos en un único espacio cinematográfico, usando como conector visual la ligazón entre distintos ascensores. Signo del cuidado plástico que Farina puso en la puesta en escena, y que da por resultado otro alarde de edición, es la escena en la que Díaz expone una de sus heridas más abiertas ante un contertulio ocasional, el espectador y uno o más públicos condensados por la edición.