Hace un tiempo le escribí a un conocido que había sido despedido de un organismo público. Tras los saludos y los intercambios de rigor, vía Messenger, me puso: “Y vos sabés que yo nunca fui kirchnerista... sino todo lo contrario”. La sensibilidad del momento detuvo mi impulso de abundar en detalles y ejemplos sobre la indiscutible veracidad de su descargo. “Me deben haber echado por ser macrista”, dijo después, para descomprimir, acompañando la frase con cinco de esos emoticones que se utilizan para realzar lo desopilante.
Pero no era desopilante lo que había dicho. Era, acaso, un rapto de lucidez amarga, superadora de ese extrañamiento que acompaña a las víctimas no kirchneristas cuando reciben un mazazo del gobierno que apoyaron y/o apoyan. Ese “¿Y por qué a mí?” o “Si yo estoy a favor de que echen a los ñoquis...”, “Debe haber un error”, “Voy a hablar con fulanito y vas a ver que se arregla todo...”. Ese desconcierto del tipo que está tan groggy (quizás por un golpe de KO pero también por acumulación de pequeñas agresiones que no fue advirtiendo) que no puede reconocer al que le pegó la piña. “Me deben haber echado por ser macrista” fue la vía sarcástica para aludir a una revelación empírica, tal vez tardía: de este modelo de exclusión no se salva casi nadie (ni siquiera, y mucho menos los macristas, como se verá en las líneas que siguen). Por fuera del escudo blindado de la elite gobernante (que incluye al propio Macri, a su familia, a sus amigos, a los dueños de los medios dominantes de comunicación, a un puñado de exportadores de granos y a otro puñado de banqueros y financistas) todos los demás son, en distinto grado, víctimas. Difieren, básicamente, en la identificación del victimario.
Pero la única y verdadera grieta, más allá de las diferencias ideológicas, sociales y culturales, es la que separa a la elite gobernante del 95 por ciento restante de la población. Dentro de este 95 por ciento el núcleo duro de Cambiemos tal vez haya sido, hasta ahora, el más perjudicado en términos relativos. Hasta da la sensación de que el Gobierno empleó una particular saña contra ese grupo de incondicionales.
Es curioso, porque ese núcleo duro es el mismo al que se aferra desesperadamente para no tirar la toalla y llegar hasta octubre de 2019. Podría entenderse esta tendencia, a priori esquizofrénica, a partir del viejo y ya desprestigiado dicho “porque te quiero te aporreo”, pero aquí habría que invertir la direccionalidad afectiva: “porque me querés (o, mejor dicho, gracias a que odiás a los otros) te aporreo”.
Mientras que el Gobierno mantiene con los más pobres una política de “exclusión asistida” y con los más ricos, bueno, ya sabemos, hasta ahora no ha hecho otra cosa que embestir contra comerciantes, pequeños empresarios, profesionales independientes, empleados calificados, etc. Les sube a niveles inauditos las tarifas de los servicios, les aumenta los impuestos, la prepaga, los peajes, la cuota del colegio privado, los combustibles. Encima, con el dólar altísimo, se caen los viajes a Miami y las compras vía Amazon.
El Gobierno acumula medidas antimacristas sin culpa alguna. Lo viene haciendo, desde el 2016, con la tranquilidad de que ese electorado cautivo, convenientemente estimulado, sigue desviando todas las quejas con una obstinación irracional. El macrista puro es el blanco más fácil. Por su docilidad frente a lo presuntamente inevitable; por el sacrificio de su felicidad presente ante la promesa de un paraíso eternamente diferido; por su tendencia a consolarse con la certeza de que, al menos, “se les está acabando la joda a los negros de mierda”.
Porque el Gobierno le quitó casi todo a su núcleo duro de votantes. Pero le dio mucho a cambio. Inmaterial, claro. Le brindó alegrías que reforzaron su pertenencia, o reafirmaron, más bien, su “no-pertenencia”. El macrista paladar negro, empobrecido y todo, pudo ver con traje a rayas a Boudou, experimentó placeres onanísticos con cada desfile de Cristina por los tribunales, celebró las amenazas de más mano dura contra piqueteros, trapitos y vendedores ambulantes, festejó la desaparición y muerte de Santiago Maldonado.
Mientras le mete la mano en el bolsillo, por otro lado lo alimenta emocionalmente. Cada día que pasa, Macri y los macristas paladar negro se someten a una prueba más exigente: cuanto más duras sean las medidas económicas contra ese sector, mayores deberán ser las “compensaciones” en el terreno del circo mediático-judicial. Habrá que ver hasta dónde llega esa prueba de amor, que no es otra cosa que la banalización del espanto.