El 6 de noviembre la mayor economía del mundo va a elecciones legislativas que serán, como siempre ocurre con las de “medio término”, clave para medir el apoyo o no del cual goza el Presidente, en este caso el excéntrico republicano Donald Trump. Con el ingrediente de que los demócratas y en especial los llamados “globalistas”, cuyo proyecto confronta con el de los “nacionalistas”, quieren avanzar en un juicio político de destitución de Trump si llegan a recuperar posiciones en el Capitolio, donde hoy son minoría en ambas cámaras. Más allá de la pelea política entre esos fortísimos intereses en pugna en Estados Unidos y con estribaciones globales, resulta interesante, a los fines de esta elección, repasar algunos datos de su economía.
Pese a estar en el epicentro de la crisis capitalista de 2008, Estados Unidos se recuperó más rápido que otras naciones víctimas. Es cierto que sufrió entonces un año y medio de recesión continua, la mayor desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y que el desempleo se duplicó de 5 a 10 por ciento para 2009. Pero a partir de ahí el PIB no paró de crecer (Obama tuvo seis meses de recesión y el resto de sus dos presidencias, un crecimiento aunque algo desequilibrado) y ya para 2014, luego de las multimillonarias emisiones monetarias del Tesoro para salvar a los bancos y a la economía toda desde el primer momento de la crisis, la ocupación había vuelto a los niveles pre-caída de Lehman Brothers. No ocurrió lo mismo con los salarios, que recién recuperaron el nivel perdido en 2017, ya con Trump en la Casa Blanca.
Aunque este inusual primer mandatario les habla o más bien tuitea siempre a sus bases “populares” del centro geográfico estadounidense –el más afectado por décadas de neoliberalismo y por transformaciones económicas globales que alteraron los procesos productivos–, lo cierto es que basó su plan de reactivación en una rebaja fiscal que en general benefició a las clases media y alta, como no se veía desde la década de 1980, y en los frutos de una reforma pedida por Wall Street a Obama, que él concedió y de la cual Trump ahora recoge los frutos: la llamada ley Dodd-Frank, que viene evitando nuevos riesgos sistémicos de la banca al haber dividido el negocio entre bancos comerciales y de inversión. Hoy muchos economistas creen que Estados Unidos está prácticamente en pleno empleo (datos oficiales le dan razón: la tasa actual de desocupación de 3,9 por ciento no se veía desde fines de los años ‘60).
Por el lado del frente financiero, se vive un pico histórico de los mercados bursátiles, por lo que varios analistas auguran una “corrección” fuerte en algún momento cercano. Ese es un punto crítico porque un derrumbe accionario en las bolsas de Nueva York tiene habitualmente no sólo consecuencias negativas allí, sino a escala planetaria.
En materia de relaciones económicas internacionales, Trump ha pateado el tablero muchas veces y reacomodado acuerdos a su criterio. Se salió del TTP (tratado transpacífico, aunque este sigue su negociación con los miembros restantes), dividió a Canadá y a México para renegociar el viejo NAFTA por uno nuevo entre los tres (USMCA, por el nombre de los tres países en inglés), aplicó aranceles a las importaciones de todo el mundo, incluidos socios históricos de Europa (o a la Argentina, que le hizo todo tipo de concesiones a cambio de nada), y cumplió su promesa de campaña de enfrentarse con la economía que le pisa los talones, la de China, a la que le libra una “guerra comercial” que apunta a dañarla en lo que más le interesa, el desarrollo tecnológico y de inteligencia artificial. Pero China también represalia en sectores que afectan a las bases electorales de Trump. La semana pasada, The Wall Street Journal dijo que se negocia un encuentro del republicano con el líder chino Xi Jinping en Buenos Aires para noviembre, cuando se reúna el G-20, para frenar la escalada o en todo caso “ordenar” en qué punto está la relación de fuerzas entre ambas potencias a escala del poder mundial.
Por ahora, es difícil medir quién sale más golpeado. Muchas empresas estadounidenses están siendo afectadas por la guerra con China y no se ven resultados positivos palpables del cierre de importaciones o de repatriación de empresas, al menos a un nivel que justifique el riesgo del conflicto. Y el economista chileno Orlando Caputo, uno de los que más sigue el ciclo mundial capitalista, sus crisis y la economía de Estados Unidos en particular, calcula que en el conjunto de las empresas manufactureras, las ganancias cayeron desde el último trimestre de 2014 al primer trimestre de 2018 más de 51 por ciento en términos anualizados, basándose en datos oficiales del Departamento de Comercio. En un texto realizado junto con la economista Graciela Galarce enviado a Cash, indica que las empresas de bienes no durables vieron afectadas sus utilidades en 55 por ciento y las de durables, 47. Y llama la atención a que en la pre-crisis (2007/8), esos valores eran parecidos y anticiparon el marasmo que afectó a todo el mundo capitalista.
Las conclusiones de Caputo y Galarce difieren de otras optimistas que hablan de la recuperación de Estados Unidos en esta década (como las de los medios dominantes, el FMI o la OMC), pero que ello es así porque, dicen, “las fuertes disminuciones de los impuestos (como hizo Trump) llevan a que los análisis comparativos con períodos anteriores de las ganancias después de impuestos aumenten ocultando la disminución de las ganancias efectivas”. Además, señalan, las ganancias de las grandes empresas incluyen las remesadas por las firmas estadounidenses en el exterior, que subieron 18,4 por ciento anualizada, pero las que tienen base en Estados Unidos, insisten, están viendo reducir sus utilidades. Finalmente, plantean que un crecimiento de 4,1 por ciento del PIB del segundo trimestre del año sólo indicaría que “las crisis se precipitan en la fase ascendente del ciclo, que es seguida por una caída de los índices accionarios”.
En cuanto al presupuesto estadounidense, el rojo fiscal alcanza 4,2 por ciento (apenas superaba 1 por ciento en 2007, antes del estallido de la crisis de las hipotecas) y podría llegar a quebrar la barrera de 5 por ciento en 2022, como sólo pasó un puñado de veces desde la Segunda Guerra Mundial. La deuda pública pasó de representar el equivalente a menos del 70 por ciento del PIB, en la pre-crisis, a 105 por ciento hoy. Desde ya, ni el FMI dice nada –pese a que no gastaría ni viáticos en viaje para revisar esos números– ni a ningún funcionario le pasan por la cabeza ideas peregrinas como déficit cero, congelamiento de la emisión monetaria u otras zonceras que se escuchan, y lo peor, se aplican, en Argentina.