Dentro de una semana, serán 700 los voluntarios que abran las puertas de 115 lugares para jugar a la visita en la ciudad durante la sexta edición de Open House Buenos Aires (OHBA), el festival de arquitectura que una vez al año franquea el acceso a sitios habitualmente inaccesibles. Los fans saben que la magia, efímera, sucede durante dos días, un sábado y un domingo. Quizá por eso en las primeras dos horas de inscripción (porque sí, es todo de acceso gratuito, pero en el 30 por ciento de los edificios es preciso anotarse previamente, del mismo modo que en algunas actividades hay cupo), nueve mil personas reservaron sus lugares en la web www.openhousebsas.org para asegurarse que el 27 y el 28 podrán hacer paseos inusuales.
Las y los responsables del evento convertido ya en miniciclo tradicional porteño recuerdan que en 2013 los lugares eran menos de 60 (y los recorrieron, en dos jornadas, diez mil personas), y las expectativas (suyas), aunque en alza, no llegaban a empardar su entusiasmo por compartir con iniciados y –sobre todo– legos en arquitectura su pasión por los espacios privados de la ciudad. Todo fue “con mucho esfuerzo y pocos recursos”, dicen, y la definición alcanza a aquella primera edición pero también a esta, porque el alma mater de OH sigue siendo una ONG, CoHabitar Urbano, que formaron para pensar de otros modos la vida en la ciudad. Pasaron los años y ahora, con cinco ciclos cerrados sobre sus espaldas y en el umbral del sexo, la experiencia se les nota: mostrar casas, abrir edificios históricos, ayudar a descubrir mundos privados ajenos ya no les alcanza. Por eso, ahora van directamente a la caza de toda la ciudad: lo doméstico y lo histórico, pero también lo contemporáneo (privado o no), lo que hay bajo tierra (como los túneles de una línea de subterráneo que alguna vez, quizá en año electoral, se inaugurarán), lo que hay a plena vista pero no siempre se mira (como qué significa en el mundo real un proceso de reurbanización en villas como la Rodrigo Bueno, la 20, la 31), los trabajos que cuajaron en obras de infraestructura y también aquellos espacios del Estado muchas veces vedados a los ojos ciudadanos.
Ladrillos como camaleones
Le dicen Casa Esquina. Por la ventana de la habitación de planta baja entra un parque; en el primer y en el segundo piso, estar en las terrazas es también como estar en ese parque. La casa queda en una esquina de lo que el mapa define como Núñez y la costumbre como Barrio River, y en la planta baja está por terminar la visita guiada que, a modo de adelanto de lo que será el OH, se organizó hace unos días para prensa. Los anfitriones son los dueños de casa, los mismos que la imaginaron y trazaron sobre papel cuando en el lugar no había más que una casa de la década del 60 sobre un terreno de 9 metros por 13. Nicolás Pinto Da Mota y Victoria María Falcón dicen, de tanto en tanto, que esa superficie era “la huella máxima”, y lo recuerdan casi como un mantra para dar cuenta de qué intenso fue el desafío arquitectónico a enfrentar cuando, además, lo que debían resolver era su propia casa.
Son pareja, tienen dos hijos pequeños y en unos meses tendrán uno más; son, además, responsables de todas las decisiones detrás de la construcción en la que viven, porque tanto ella como él son arquitectos. Dicen que hubo una vez una casa que sólo tenía planta baja y que ellos vivieron allí el tiempo suficiente como para conocerle todas las mañas a la esquina; por eso pudieron imaginar otra cosa, diseñarla y servirse de los cimientos de la casa vieja para erigir una nueva.
Este va a ser el segundo año en que Falcón y Pinto Da Mota abran la puerta de su casa a desconocidos; la primera vez fue en 2017, muy poco después de que terminaran la obra y empezaran a vivir allí. “Asusta abrir la casa, puede pensarse que es una invasión a la intimidad. A nosotros también nos pasó algo de eso antes. Pero fue una sorpresa lindísima. Vino mucha gente que no tenía nada que ver con arquitectura, también muchos estudiantes de arquitectura. Muchos nos preguntaban mucho por qué no tenemos rejas, la seguridad era algo repetido, como que lo ven enseguida. Fue muy interesante ese diálogo, poder charlar, contar”, agrega ella. Por eso, este año vuelven a abrir su casa (en Sáenz Valiente al 1000) a desconocidos.
El evento también crece con la lógica del viral. Donde había miedo a la invasión de la intimidad, una visita puede sembrar ganas irresistibles de participar y compartir. Pareciera que abrir las puertas contagia voluntad de lo imprevisto; hay registro de vecinos que terminaron armando asados para homenajear a las visitas; vecinos que se entusiasmaron al espiar la casa de al lado y quisieron hacer lo mismo; fans del espionaje doméstico que reinciden cada año en hacer y recibir visitas.
Algunas personas no estaban seguras de cómo sería participar y se convencieron después de ver cómo sucedía la magia de OH. Le pasó, por ejemplo, al escultor y también arquitecto Fernando Iglesias Molli, dueño del Oss Kaffé y de la construcción en la que decidió erigirlo: su propia casa, un lugar en Roosevelt al 1800 que alguno de los organizadores de OH define como “la casa recostada sobre la vía”, porque, literalmente, así es. El año pasado, Iglesias Molli participó de OH como público; esta vez, será anfitrión.
En el principio fue un garage. Allí Iglesias Molli resolvió construir, metales, altura y ventanas enormes mediante, su estudio y también la casa familiar. Los años pasaron, la familia creció, cambió, volvió a cambiar, y también lo hizo la casa. Iglesias Molli dice que, como pasó en su caso, cree que “la arquitectura debería dar respuestas a las modificaciones” de las vidas de las personas. Cuando sus hijos crecieron y dejaron el hogar, achicó el estudio; alquiló una parte a una agencia de comunicación digital, Grow, que decora las paredes con imágenes de memes; decidió que otra –“dieciocho metros cuadrados”, repite– serviría para despuntar un vicio: el café de especialidad. Hoy, ese vicio se volvió tan importante que le roba a la arquitectura horas para dar cursos sobre café, charlar con clientes (como el cocinero Christophe Krywonis, que intentó infructuosamente pasar un rato en la barra cuando el lugar, los famosos “dieciocho metros cuadrados”, estaba atestado de periodistas haciendo la recorrida de prensa del OH). De todo eso, de cómo la arquitectura acompaña los días tanto como puede ayudar a hacerlos más vivos, también habla mientras deja filtrar un café de Etiopía que fue tostado hace menos de diez días y celebra (y comparte) como trofeo.