Esta columna fue de las primeras que los tildó de fascistas. Y hubo críticas de compañeros, fraternales, pero críticas. Que no era para tanto, que no era el momento, que había que esperar, que con exageraciones no se avanza.
Bueno, pero el fascismo argentino ha retornado. Para completar la obra de destrucción y avasallamiento que no pudieron terminar entre 1955 y 1983. El antiperonismo, la ceguera eclesial, el racismo y el odio de clase no pudieron con la recuperación de la democracia y los 33 años de lento mejoramiento institucional de esta república. Entonces retrocedieron y se vieron forzados a convivencia y civismo, mientras la construcción de ciudadanía hizo que nuestro país alcanzara sus mejores promedios democráticos.
Pero aquellos eran monstruos adormecidos, agazapados y latentes que muchos, quizás la inmensa mayoría del pueblo argentino, creyeron de buena fe que ya no retornarían. Hasta que de la mano de un voto mayoritario que algún día habrá que revisar, porque sobran dudas sobre su limpieza, empezaron a volver.
Y los controles y el funcionamiento institucional fallaron. De lo contrario no estaríamos en el punto en que estamos. En el que la restauración oligárquica y colonial está empeñada en destruir todo lo esencial de esta nación: el trabajo, las libertades, los derechos, la educación, la salud, la soberanía, la justicia, la solidaridad, el territorio. Y la paz social.
No es ni será fácil derrotarlos. Sin duda los vamos a vencer otra vez, pero aunque los reeduquemos habrá que saber que su odio y racismo son estructurales y serán resilientes.
Siempre se valdrán de la prensa y la televisión miserables. Siempre estarán agazapados para reaparecer con su racismo constitutivo y aplaudiendo las peores causas, las ideas más retrógradas. Y encima en nuestro país no se curarán jamás del antiperonismo visceral que los enferma. Como ahora, que con desprecio lo llaman kirchnerismo o cristinismo y los vuelve locos con la sola posibilidad de retorno. Ya inventarán mentiras y exageraciones sensacionalistas, como ahora la patraña de las fotocopias de cuadernos truchos que cada vez es más evidente que no existieron, o en todo caso fueron escritos por tinterillos con mandato de enlodar y amenazar a los muchos culosucios de la política y el empresariado para que declaren cualquier cosa.
Ese circo mediático-judicial de “arrepentidos”, confesadores y demás caterva de ladrones, coimeros y ricomacpatos, la mayoría empresarios de prosapia corta y mucho puntadeleste, les sirve para titular cada día sus pasquines y telebasuras, pero sólo convence a incautos, contentos y fascistas de libro por la sencilla y torpe razón de que la credibilidad de esos “cuadernos” es imposible si en los registros de corrupción política-empresarial no se menciona ni al Sr. Franco Macri ni a su hijo.
Es ese fascismo el adversario. Desde el Presidente y sus amigotes, nepotistas y prebendarios, hasta sus empresarios salidos de universidades privadas oligárquicas, sus latifundistas negadores del latifundio, sus exportadores sojeros a mansalva, sus economistas colonizados, sus evasores de impuestos.
Pero también hay que decir aquí que para reinstalarse, más allá de ser el producto de viejas e incurables taras llamadas racismo, autoritarismo, intolerancia, machismo, violencia y algunas más –que siempre anidan en buena parte de la sociedad, y de la humanidad toda– el fascismo argentino se sirvió para su retorno de dos factores eminentemente locales, que convendría identificar con honestidad.
Uno es ese odio racista, originario y antipopular, que les inspira el peronismo y todo lo que se le asemeje, se llame como se llame, con tal de que sea morocho, grasa, descamisado o choripanero. Y sea por contagio mediático o por malas prácticas democráticas, hay que reconocer que el resurgimiento ya alarmante del fascismo argentino también se debe a que algunos de esos rasgos que enferman a la oligarquía y al neocolonialismo, también, lamentablemente, han inficionado a buena parte de nuestro pueblo por perversamente inducidas confusiones aspiracionales.
Y el otro factor es, se diría, propio. Porque este retorno del fascismo argentino hubiera sido imposible si el proceso político que llamamos kirchnerismo –el más avanzado en términos de justicia social y derechos humanos de los últimos 60 años en la Argentina– no se hubiera en cierto modo derrotado a sí mismo a causa de errores propios, miopías y corruptelas. Y bueno sería que esto se entendiese como sana autocrítica para mejorar en el futuro. Callar esto porque duele o molesta sólo conduciría a leer una vez más erróneamente cada presente político.
Esa autocrítica necesaria de ninguna manera niega que el pueblo argentino mayoritariamente apoyó a Néstor, primero, y a Cristina después y ahora, con lealtad y entusiasmo por todo lo que ellos dieron y ayudaron a conseguir en materia de calidad de vida, educación, salud, derechos, orgullos y esperanzas a los sectores populares. Pero tampoco debe dejar de reconocer sectarismos y decisiones inexplicables, errores gruesos y livianos, metidas de pata, políticas abstrusas y corrupciones que sobrevolaron muchas decisiones y que lamentablemente beneficiaron casi siempre a cerealeras, mineras, bancos, Monsanto y multinacionales varias. Esto no se puede, ni debe, ocultar, y así lo entiende esta columna desde siempre.
Puede no agradar que se diga y quede escrito, pero no se redacta este texto para un manual de buenos modales sino para describir la fea y dura realidad que estamos aceleradamente viviendo y que nadie, nadie, puede asegurar que terminará pronto, ni cómo. Sobre todo porque el fascismo gobierna hoy la Argentina con más poder y más astucia que nunca antes.
La lucha, entonces, es ahora contra discursos y modos fascistas que han llegado a nuestras calles, nuestros barrios, nuestra vida cotidiana. Y esa lucha deberá ser por la paz y por el voto, que es lo que diferencia a los demócratas civilizados de los bárbaros fascistas, aunque vistan ropas caras, coman sushi con malbec, se desplacen en autos caros y los sigan y voten los contentos. Y será una lucha victoriosa, en noviembre del 19, porque la confluencia nacional y popular, cuando estalla, es imparable. Y también porque el pueblo argentino está cada vez más movilizado y consciente de la necesidad de marchar unido a las urnas. Se lo ve, se lo palpa, se lo siente.