Nombrar es un atributo del poder. Por eso, relata el Génesis, en un principio, Dios dio su nombre al día y a la noche, distinguiendo el mundo de la luz y las tinieblas. Desde hace siglos, para decidir el nombre de las cosas interviene, en última instancia, el poder público, pero son los padres quienes ponen nombre a sus hijos. Es una facultad de las familias, pero en verdad, es un derecho de la persona que acaba de nacer. En las fábulas que se contaban en otros tiempos para alertar a los niños sobre los males del comunismo –reeditadas y aumentadas estos días en Brasil– se alertaba sobre los riesgos de que el Estado se hiciera cargo de los chicos. Es notable que los genocidas argentinos hicieran más que eso, no sólo se apropiaron de ellos sino que se arrogaron el derecho de adjudicarles una familia y un nombre.
Entre el cúmulo de perversidades que caracterizó el accionar represivo de la última dictadura –secuestro, tortura y asesinato de las personas, ocultamiento de los cuerpos, sustracción de los niños a sus padres–, el agravio al derecho a la identidad no fue lo menos importante. En este acto delirante que, al modo de los nazis pretendía rehacer los caminos de la naturaleza y la cultura, desconociendo el más elemental de los principios de la convivencia, se advierte hasta dónde se creyeron omnipotentes los militares y civiles que querían cambiar la sociedad.
Para denunciar la monstruosidad que significaba la sustracción de los recién nacidos a sus padres y la sustitución de su identidad, nacieron hace 42 años las Abuelas, acompañando el surgimiento de las Madres de Plaza de Mayo. En este lapso conocieron la movilización callejera tanto como los despachos del poder, llevando por todo el mundo y a todos los rincones de Argentina siempre un mismo reclamo: la aparición de sus nietos y la restitución de su identidad. Propuestas más de una vez para el Premio Nobel de la Paz, la Abuelas, conjunción lograda de tenacidad y disposición a dialogar, son hoy veneradas en todas partes.
En muchas regiones del mundo, la invocación de la identidad estuvo y está teñida por una interpretación racista que niega la diversidad cultural. Se ha puesto la demanda de reconocimiento al servicio del odio y la guerra entre los pueblos. Muchos de los partidos que hoy en Europa cuestionan la democracia desde la extrema derecha y rechazan a los migrantes se presentan como defensores de la identidad nacional.
En nuestro país, el reclamo de las Abuelas, como el de las Madres y el Movimiento de Derechos Humanos en general, rodeó la invocación del derecho a la identidad de un sentimiento de amor y solidaridad humana, sin que jamás se haya invocado el odio o la venganza. Más tarde, la sanción de la ley de identidad de género, en el marco de la expansión general de derechos que se vivía en el país, hizo que la reivindicación de la identidad se asociara todavía más claramente con el reconocimiento de la diversidad, avanzando en un proceso que había esbozado en su momento la Constitución de Buenos Aires.
En un país conocido en el mundo por el triste mérito de que la palabra desaparecidos se pronuncie en español, pero también por haber sido capaz de juzgar a los responsables del terrorismo de Estado, las Abuelas de Plaza de Mayo son sin duda unos de los motivos legítimos de orgullo nacional. Para quienes queremos defender la democracia y los derechos hoy amenazados en la región, las Abuelas encabezadas por Estela Carlotto son una referencia inexcusable, un pequeño faro al que más de una vez recurrimos para sortear las crecientes dificultades de la navegación.