En enero de 2015, Cristian, de casi dos metros de alto y cien kilos de peso, boxea a su novia Victoria en un estacionamiento de una playa de Mar del Plata. Una foto de la cara rota de ella satura las redes. La indignación es un reguero de pólvora, el agresor va a la cárcel.
Hay cosas ante las que uno sabe dónde está parado y qué piensa. En la teoría siempre es sencillo. En esto, con algo de indignación más una pizca de corrección política bastaba. Pero casi dos años después soy citado para integrar un jurado en un juicio por jurado. La teoría tambalea. Se trata de juzgar a Cristian por “femicidio en grado de tentativa doblemente agravada por el vínculo y por violencia de género”. O sea: intento de asesinato.
Llega el día y las formalidades. Crecen las posibilidades de ser recusado si el fiscal te cree machista o el defensor feminista. Gambeteo las recusaciones. Se van los prejuiciosos, una engripada y quienes buscaban ser recusados y dijeron lo que debían decir.
El juicio comienza. La pinta de buen pibe de Cristian choca con los datos duros: la cara de Victoria quebrada en tres partes, además de otros golpes y de cosas no radiografiables. Pero no se puede mandar en cana a alguien por la cara de violento, ni dejarlo libre por la cara de buen pibe.
Declara Victoria, que entra a la sala con un embarazado avanzado. Hacemos cuentas. No es de Cristian. Aunque quizá siguieron juntos, él en la cárcel, ella de visitas higiénicas. A pocos metros está el nuevo compañero de ella. Dilema resuelto. Llega el relato descarnado de esa noche casi fatal: un golpe, un desmayo, despertar en el coche con Cristian su lado. ¿Cuántos golpes en total? Nunca lo supimos. Lo seguro es que se trató de un tipo de cien kilos pegándole a una piba de cincuenta, quizá sesenta. Y probablemente desmayada. “No creo que haya querido matarme”, escucha de su boca y nos sorprende casi tanto como el embarazo. La cara de buen pibe del agresor transmuta en lobo con piel de cordero. ¿O es al revés?
El relato de los testigos es la radiografía de una relación enferma de manual: celos, incontables rupturas u reconciliaciones, golpes y mordidas de parte de él, cierta pasividad de las familias. Dicen que la madre de Cristian maquillaba a Victoria para enmascarar los golpes antes de devolverla con su familia. Testigos de la defensa lo niegan.
El video de la pizzería de un amigo muestra a los novios un rato después de la paliza. Hablan, negocian. Al rato se despiden con un beso. El agresor la deja al cuidado del amigo y se va a bailar luego de cambiarse la remera sucia de sangre. En fotos de las cámaras de seguridad de un boliche lo vemos en poses travoltianas, algo patéticas. A esa misma hora Victoria era internada y se le comprobaban las quebraduras.
Puertas adentro, el jurado va mostrando las uñas. Doce titulares y seis suplentes. Dieciocho argentinos reunidos por sorteo es un lindo muestreo del pensamiento social, del imaginario colectivo. Durante tres días se vive y se respira ese microclima. Imposible pensar en otra cosa. Las convicciones previas se vuelven inútiles. Saber de política, haber leído libros, no haber leído, haber participado o no de las marchas Ni Una Menos de poco vale. En las pausas, el jurado abandona el protocolo: alguien trata a la pareja de tilingos. La mayoría aprueba, un poco hartos de tanta “previa”, “after”, selfies y el listado de drogas que exceden a los más informados. Excesivas veces se habla de la pasividad de Victoria. Todas las veces alguien debe recordar en voz alta que no la estamos juzgando a ella. Aun los que no están de acuerdo, aprueban. Saben que están equivocados y también que volverán sobre ese tema todas las veces que puedan. No se animan a decir que se lo merecía, o que se lo buscó, excepto uno, por suerte un suplente. Alguien sugiere tratamiento sicológico como si le correspondiera a él decidirlo. Pero todas las opiniones sirven para hacer cuentas. Para condenarlo hay que sumar diez votos de los doce. Las cuentas dan el mismo resultado que en la cola del supermercado: doce argentinos no se pondrán nunca de acuerdo para castigar a un golpeador, aunque sea con este grado de agresividad. O se escandalizarán en público para justificarlo en privado.
“El gordito es incapaz de lastimar a alguien”, dice una amiga de Cristian y volvemos a mirarlo para comprobar si esas palabras podían certificarse en sus rasgos, ese gesto es tan tentador como la idea de hacer justicia.
Hora de fallar. La posibilidad de mandar a uno de los malos a la cárcel está cerca. Pero esto no es “El vengador anónimo”. Curiosamente, las más conciliadoras son mujeres. No es fácil justificar la agresión y ciertas argumentaciones se vuelven farragosas. Se vuelve otra vez a la responsabilidad de ella. Se muestra un espanto algo teatral por el tema drogas, como si no fuera algo suficientemente mediático. Algunos se preguntan por qué se habla de drogas y la justicia no hace nada. Imposible aclarar eso. Volvemos al asunto: ¿lo condenamos o no? Muy pocos están dispuestos a avanzar con el “femicidio en grado de tentativa”. Concretamente tres. Hay que negociar. Sobre el agravante por violencia de género se logra unanimidad pero al fin uno de los hombres se retracta en un gesto caprichoso. Once a uno. Sobre las lesiones graves hay consenso. El desenlace está escrito. Hora de volver a la tranquilizadora teoría.