La tradición oral es fundamental en toda conformación identitaria de un pueblo. Afortunadamente, desde las últimas dos décadas del siglo XX, la crítica poscolonial se ha multiplicado revisando nuestros orígenes desde las mismas tierras colonizadas. En la mayoría de los casos, la voz casi extinguida es la única que nos queda para recuperar el relato que no aparece en los documentos oficiales o aparece tergiversado.
Una foto de la mítica Grete Sterne, autoexiliada tras el nazismo, es evocada por Valeria Mapelman. Vecina de su abuelo que en la temprana adolescencia la acercó por primera vez a Las Lomitas -Formosa- donde volvería en 2005 para filmar los testimonios iniciales del documental Octubre Pilagá. Relatos sobre el silencio. Allí, se puede ver a “una mujer hilando la fibra del chaguar (…) el rostro no se ve, está fuera de cuadro y es su pequeña hija la que mira directamente a la lente (…) ¿Fue la mujer de la foto la que en silencio ofreció la punta del hilo que teje la trama?”, se pregunta mientras repite una fecha que no olvidará más: 10 de octubre de 1947, el día de la masacre en el paraje La Bomba. Es que luego del documental Mbya, Tierra en Rojo, que realizó junto a las comunidades del valle de Kuña Pirú, Valeria se dedicó a recabar testimonios de lxs sobrevivientes. La cantidad de asesinadxs aún no ha podido verificarse pero se estima en alrededor de 500 -aunque la misma Gendarmería habla de 2000 personas en el lugar- , mayoritariamente niñxs y ancianxs que por no estar en edad para la contratación rural no figuran en los registros oficiales. Tal vez el relato más desgarrador sea el de Seecho’le, testigo de la violación de una joven por parte de un comandante. Escena habitual pero sepultada.
A 10 años de la proyección del documental Mapelman decide publicar Octubre Pilagá. Memorias y archivos de la Masacre de la Bomba (Tren en movimiento, 2015) para ampliar e incluir testimonios que habían quedado fuera, una selección de fotos tomadas durante la investigación y copias de los archivos que pudo rescatar de museos, entidades nacionales o periódicos que sustentan los relatos como así también avances en la demanda de la Federación Pilagá al Estado para que reconozca el genocidio. Donde los conquistadores o evangelizadores decían “culturizar” o “brindar una herramienta de trabajo” el pueblo Pilagá leyó -y la escritura fue en su propio cuerpo- “someter al salvaje”, “aniquilar su cultura” o “explotar”. Según la autora, a partir de lo conversado con familiares directos de las víctimas, lo que en diarios de la época se leyó como “malones” fueron matanzas en represalia por defender sus tierras y no dejarse reducir en colonias. Sólo unos pocos pudieron refugiarse en los alrededores sin ser alcanzados por las balas. “Fue sanador para todos que se reconozca que eso pasó. Traducción de por medio pudimos difundirlo pero no logramos el reconocimiento del Estado. Hace diez años que todo está trabado en Tribunales y sólo quedan dos sobrevivientes. La única que se acercó hasta Lomitas fue Nilda Eloy, detenida-desaparecida”, cuenta indignada y agrega: “La causa es de lesa humanidad con un implicado: Carlos Smachetti, copiloto del avión que ametralló a las familias desde el aire, procesado desde octubre del año pasado, quien ya tiene más de 85 años. Los abogados que iniciaron la causa, Carlos Díaz y Julio García, dejaron vencer los plazos para la elevación al juicio oral. Hubo cambios de abogados y de juez. No veo voluntad de una pronta resolución”.
La cuidada publicación incluye una copia del documental. La primera parte nos introduce a las transformaciones reduccionistas del Gran Chaco, las presidencias de Yrigoyen, Alvear y el cuestionamiento de Perón ante lo denunciado mientras que en la segunda parte se detallan los primeros días de la masacre indígena, desde la llegada del evangelizador Tonkiet y la amenaza que representó para el gobierno local, el misticismo alrededor de su figura, el engaño con promesa de trabajo para Wichís, Tobas y Pilagás-venidos desde Salta en su mayoría-, el vuelo del Junkery la destrucción de evidencias dejando casi todo reducido a cenizas. Algunos objetos y restos humanos han podido rescatarse desde 2006. Allí se detalla que Pozo del Tigre se volvió “zona liberada por la que circularon camiones con cadáveres que fueron ocultados en los montes, quemados o arrojados en los ríos”. Varios de los que prestaron testimonio han sido amenazados por lo que se reserva su identidad y han contribuido al hallazgo de tres fosas por parte de peritos forenses.
Actualmente, Mapelman sigue trabajando en las reducciones indígenas inauguradas en la época de Roca hasta mediados del siglo XX que funcionaron como grandes obrajes, “la parte más desconocida que nos permite entender por qué hoy son como son esas provincias y nuestro origen signado por el derramamiento de sangre”. Asimismo, la documentalista ha ayudado en la creación de un Museo de la Memoria en La Bomba, distribuyendo el material en escuelas y presentándolo de modo auto-gestionado continuando el legado del boca a boca mientras la justicia ignora.