¿Qué podemos aprender de esta escalofriante aceleración de violencias y lenguajes que desde Brasil, y bajo el nombre “Bolsonaro”, está sacudiendo toda la región? En la velocidad de estas semanas algunas lecciones parecen urgentes, sobre todo mirando desde Argentina. La primera, bastante evidente: el modo en que las nuevas formas del fascismo o de restauración conservadora encuentran un tema central en la arena del género y la sexualidad, en sus luchas, en las libertades que se juegan allí, y en la incitación al pánico que se puede activar en torno a ellas. Claramente el bolsonarismo es racista, pero sobre todo es masculinista, la promesa de un gobierno de machos, en el Estado pero también en las calles y en las casas. En lugar de la pureza racial, la norma de género: desde ahí derrama su promesa de orden. El género como máquina de guerra: el bolsonarismo encuentra ahí una incitación, un foco de intensidad.
Como se sabe, mucha de la energía que está detrás de este candidato se generó en torno a (¿suena familiar?) la educación sexual en las escuelas. La fórmula “kit gay” fue usada con éxito desde los sectores conservadores para denostar un proyecto de educación no homofóbica (“Escola sem Homofobia”) que activó una reacción de sectores religiosos conservadores, hasta que Dilma cedió y retiró el proyecto en el 2011. Visto desde ahora, esa fue una de las líneas de restauración conservadora que se amplifican hoy bajo el nombre de Bolsonaro. De allí vino después “Escola sem Partido”, bajo el liderazgo del recién electo diputado Alexandre Frota, clásico actor porno luego arrepentido. Haber capitalizado y nacionalizado esa energía reaccionaria —lo que denominan “ideología de género”— parece uno de los grandes triunfos del bolsonarismo.
De la misma manera, quebrar la placa en homenaje a Marielle Franco como acto de campaña da la pauta de cómo se canaliza energía contra las luchas feministas, que en el caso de Marielle son también las luchas antirracistas. El gesto fue contestado con un acto donde se reunieron mil placas de Marielle: lo que creían quebrar se multiplica. Otra lección.
Ahora bien, tantos y tantas brasileras, ¿fueron siempre así de transfóbicos, así de homofóbicos, así de misóginos, así de violentos? Algunxs, sin duda (Brasil tiene, sabemos, desde hace tiempo índices altísimos de violencia contra personas trans y glttbi). Pero muchos otros no: esa violencia no es una verdad que estaba oculta y sale a la luz. Es una promesa y un futuro, una potencia reactiva: la promesa de un orden, que si en otras épocas pasaba por la pureza racial, ahora pasa principalmente por el género y la sexualidad. El hecho de que haya habido una escalada de violencia callejera contra la comunidad glttbi nos da la pauta de la centralidad política del género como campo de batalla, que desborda el antipetismo rabioso. La disputa por la soberanía política (como la del territorio nacional o la economía) pasa explícitamente por los modos en que se definen colectiva y públicamente nuestros cuerpos y nuestros deseos.
Esta guerra no es solamente brasilera. Sobre todo después de la votación sobre el derecho al aborto tuvimos en Argentina suficientes intervenciones de sectores religiosos que hacen de la Ley de Educación Sexual Integral su foco de combate. Esa campaña transnacional (que se disfraza, invariablemente, de nacionalismo: nunca les falta la bandera) no oculta su violencia: aprenden de Bolsonaro (y de Trump) que vociferar contra las formas democráticas puede, en lugar de restarles apoyo, potenciarlo. La distinción entre “batalla cultural” y “batalla” a secas es más difusa que nunca en esta inflexión de lo democrático.
Acá otra lección inevitable: para aquellos que insisten (es un argumento antiguo pero persistente) con que las luchas feministas y glttbi dividen la unidad —de clase, de lo popular, etc.— quizá sea la oportunidad de ver que lo que está en juego es algo mucho más decisivo: que se trata de una guerra por la subjetividad, por los modos de desear, por las formas de poner el cuerpo en la calle, en la cama, en las redes. Porque género y sexualidad son las herramientas para docilizar cuerpos, para producir subjetividades que puedan ser ofrecidas a una economía que pide cada vez más precarización y menos capacidad de respuesta colectiva: no es casualidad que esta guerra del género vaya de la mano con planes de devastar aún más las condiciones de trabajo y de protección social.
Y una última lección futura: ya se escuchan voces, insistentes, que dicen que fuimos demasiado lejos, que los derechos obtenidos por gays y lesbianas se adoptaron muy rápidamente para los ritmos de nuestras sociedades, que las marchas feministas son excesivas, que los reclamos de las personas trans van demasiado lejos —y que todo eso genera la reacción ultraconservadora. Esas voces seguirán sonando, cada vez más fuerte, como si fuésemos nosotres responsables por haber despertado al monstruo latente. Estas voces y estos argumentos no son nuevos pero reaparecen a coro. Independientemente de las estrategias que juzguemos más apropiadas para las batallas en curso y por venir, recordemos siempre esto: no fuimos demasiado lejos; recién empezamos a movernos.