En el asiento trasero del Toyota SUV de mi familia con mi hermano y mi hermana mayores, observaba a mi madre poniéndose su máscara en el asiento del pasajero mientras mi padre conducía en silencio. Siempre me había maravillado por la forma en que ella podía maquillarse en el auto; por su practicidad y glamour. Pero ese día, noté que sus manos, que en general eran muy firmes, temblaban. Nos dirigíamos a la cita con el médico que cambiaría el curso de mi vida tal como yo, un gordito de 12 años de Jersey, hasta entonces la conocía.
De pronto estábamos mi familia y yo nos sentamos inmóviles en las sillas de cuero de la sala de espera. Fue una reunión extraña: yo era el único que tenía una cita, así que no entendía por qué mis padres arrastraron a toda la familia al consultorio del médico. Mi salud daba la impresión de estar perfectamente bien, excepto por el nudo que se formaba en la parte baja de mi garganta.
“Sus testículos estaban ausentes en el momento de su nacimiento”, confesó mi médico en una sala de examen que apestaba a desinfectante. Mi estómago se revolvió. Miré a mis padres para confirmar: ¿este hombre habla en serio? Los vi sentados en un rincón de la silla, tristes y pequeños. Mi madre se recostó en el hombro de mi padre, ocultando sus ojos llorosos. Se le estaba corriendo el rímel. El médico me dijo que comenzarían las inyecciones de testosterona inmediatamente para comenzar la pubertad. Como parte de su “plan de tratamiento”, me informó que en unos pocos años, a los 16, me sometería a una cirugía plástica para que me implantaran quirúrgicamente los testículos protésicos en mi escroto vacío. Me aseguró que con el tiempo me vería y me sentiría como un hombre normal. No tuve nada que decir sobre eso.
Estaba devastado: enojado con mis padres por haber mantenido esto en secreto y enojado con mi médico por su forma puramente clínica de revelar algo así sobre mi cuerpo, sin considerar cómo podría impactar psicológicamente en mí, sin proveerme alguna herramienta que me pudiera haber ayudado a procesar esta información. Mirando la escena en retrospectiva, creo que lo más impactante de todo el encuentro fue que el médico no mencionó que existían otras personas como yo: personas que nacen con una anatomía reproductiva y/o sexual que no se ajusta a las definiciones típicas de lo que entendemos por masculino y femenino.
No me dijo en ningún momento que yo era intersex.
Desde ese momento mi cuerpo fue constantemente cosificado y puesto a disposición de la comunidad médica. No puedo contar cuántas veces tuve que desnudarme para ser examinado. Cuando tenía 13 años, un médico llevó a un grupo de sus estudiantes a mi examen. Cada uno de ellos tomó fotos de mi cuerpo sin preguntarme.
Experiencias de este tipo, como la mía, son muy comunes para las personas intersexuales de todo el mundo. Los padres, vulnerables y asustados, siguen categóricamente las órdenes de los médicos con el fin de “normalizar” nuestros cuerpos con cirugías innecesarias, eliminando o agregando a nuestras anatomías naturales y bombardeando hormonas “correctivas” sin consultarnos sobre cómo nos identificamos o cómo nos sentimos.
El punto es que no conciben la idea de que el género, el sexo y la sexualidad son un espectro. Además, los médicos perpetúan la falsa idea de que “nadie es como nosotros”, que no somos normales, y eso nos mantiene en lapsos de vergüenza e inmensa soledad. Sin embargo, 1 de cada 1500/2000 personas son intersexuales. Es tan frecuente como ser pelirrojo. Estadísticamente, es probable que haya alguien en tu propia comunidad que sea intersexual pero que quizás esté demasiado asustado como para hacer público ese aspecto acerca de su persona (y es comprensible que así sea).
No fue hasta el año pasado, mientras realizaba una investigación para mi película Ponyboi, acerca de un fugitivo intersex latino y una trabajadora sexual, que descubrí que el término intersexual existía. Al escribir la película, tenía en claro que quería que la raíz del abuso que experimentó el personaje principal, así como el dolor resultante, se debiera a la falta de aceptación de su cuerpo “anormal”. Tuve el repentino impulso de buscar mi condición en Google mientras escribía, preguntándome si había nueva información disponible online para terminar de caracterizar a mi personaje.
Casi un golpe del destino: encontré datos cruciales sobre quién soy (por lo menos en parte) en los medios: un video de BuzzFeed con el activista intersex Pidgeon Pagonis hablando de ser intersexual. Luego, un artículo de Vogue sobre la supermodelo Hanne Gaby Odiele que sale a la luz como intersex. “¡Oh, mierda!”, pensé, tambaleándome. “¡Esto no sólo es algo de lo que las personas hablan abiertamente, sino algo que orgullosamente portan como su identidad!” Y por primera vez sentí algo así como una oleada de amor y orgullo por mi cuerpo
Como hay tan poca representación mediática de personas intersexuales, Ponyboi, con producción ejecutiva de Stephen Fry y Emma Thompson, será la primera película narrativa dirigida y protagonizada por una persona intersex en la historia del cine. Espero que la película haga grandes avances en la promoción de la visibilidad intersexual a escala internacional, brinde algo de alivio a las personas intersexuales que verán sus propias experiencias reflejadas en la pantalla, y también propague la empatía hacia las personas intersexuales dentro de la comunidad LGBTQ y más allá.
Llegué a comprender que, como no puedo tener hijos biológicos, las historias que comparto en mis películas y mi arte son el linaje que transmitiré. Mis proyectos son “mis bebés”, por así decirlo. Para mí es importante que encuentren su camino en el corazón de las personas (migrantes, inadaptados, queers de todo tipo) que se sienten aislados como yo cuando crecí. Nadie debería sentirse avergonzado por la forma en la que nació, y mi misión es tratar de remediarlo.
Lidio todos los días con mi anatomía masculina y también con la idea de cómo podría haber sido mi vida si me hubieran dejado elegir mi género, que tal vez podría haber sido distinto al que crearon los médicos durante mi adolescencia. Esos pensamientos me llevan a escribir un poema como este:
“Un chico llamado Rosa”
Me pregunto qué tipo de mujer yo hubiera sido si los doctores me hubieran dado el derecho a elegir. Qué tan grandes podrían haber sido mis tetas, qué tan suaves mis labios. Me pregunto qué tan borracha se hubiera puesto mi tía en mis 15. Qué tan rosa hubiera sido mi vestido. ¿Hubiera sido una buena mujer católica como mi madre? Y rezar un rosario cada vez que un hombre me gritara por la calle “mami” o “agarrámela”. Me pregunto si me hubiera convertido en la hija que mi padre soñaba que yo podía ser. Me pregunto si me hubiera convertido en la hija que mi padre temía que yo podía ser.
* Este texto se publicó originalmente en el sitio Them. El poema es inédito.